lunes, 21 de diciembre de 2009

Robert Garrow, el depredador de jóvenes

Las películas, en ocasiones, nos muestran a un tipo de asesino que se trabaja sus víctimas, las traslada hasta un escenario en el que se siente seguro y donde puede actuar sin problemas y con comodidad. Eso, ocurre en el cine y, por desgracia, también en el mundo real. 
Robert Garrow estaba empleado en una panadería de Siracusa, cuyos propietarios desconocían completamente que se trataba de una mente perturbada y muy, muy peligrosa.
Robert fue detenido y acusado en 1961 a causa de un secuestro y posterior violación de una joven, un delito que le tuvo ocho años en prisión. Su mujer le esperó durante todos esos años, y le acogió de nuevo cuando finalizó su condena.
Fue cuatro años después, cuando Garrow se convirtió en uno de los más detestables hombres de Estados Unidos, tras hacerse público su crimen, o mejor dicho, crímenes.
Todo comenzó en el parque natural de Adirondaks, entre las comunidades de Wells y Speculator, un lugar frecuentado por aficionados a la acampada.
Era el año 1973, en plena temporada estival, por lo que habían muchas tiendas dispersas por el lugar. Los cámpings estatales estaban llenos, y no era raro que se montaran tiendas fuera de las zonas habilitadas, en plena naturaleza.
Nick Fiorello, Philip Domblewski, David Freeman y su novia, Carol Ann Malinowski eran cuatro de esas personas. Instalaron sus tiendas y se dispusieron a pasar unos días en la naturaleza.
Nick y Phil decidieron esa mañana acercarse hasta Wells, el pueblo más cercano, para conseguir cebos para la pesca, mientras David y Carol Ann se quedaban preparando los aperos.
Fue entonces, mientras la pareja se estaba vistiendo, cuando Robert apareció. De improviso, abrió la puerta de la tienda de campaña, sorprendiendo dentro a los dos jóvenes. Asustados, intentaron salir, pero Robert, armado con un rifle, les indicó que sólo había llegado para pedirles gasolina. Por supuesto, sus intenciones eran otras, tal y como demostraba su rostro, serio y malencarado.
Los llevó varios metros lejos del campamento, y en ese momento, llegaron los dos acompañantes del pueblo. David les invitó a hacer caso a Robert, consciente del peligro que corrían.
A punta de rifle, les llevó a los cuatro hasta un grupo de árboles alejado de las tiendas.
En un árbol, y utilizando una cuerda que sacó de su mochila, ató a Nick y a David y arrastró a los dos chicos que quedaban más adelante.
A los pocos minutos, obligó a Carol a atar a Phil y luego, continuó con ella, aterrada y sin esperanza de sobrevivr, unos metros más.
Ató a la muchacha a un árbol y le dijo que volvería en unos minutos, que tenía que asegurarse que los otros estaban bien atados, y volvió sobre sus pasos.
Llegó hasta donde estaba Phil, que le insultó e increpó. Enfurecido, Robert apuñaló al muchacho, de 18 años, hasta matarlo. Los gritos del joven asustaron aún más a Carol, que consiguió soltarse y llegar hasta él, justo cuando Robert se iba del lugar. Nick también consiguió escapar, llegar hasta su coche e ir a buscar ayuda al pueblo. Poco tiempo después, cuatro coches de policía peinaban el lugar. Encontraron a Carol llorando junto el cadáver de Phil y a David, que había conseguido zafarse de su secuestrador.
Él, en cambio, consiguió escapar.
Por suerte, los chicos pudieron identificar el rostro del criminal en un álbum de la policía, por lo que se comenzó a buscar por todas partes.
El relato de los hechos coincidía con la escena del crimen en la que habían encontrado el cadáver acuchillado de Daniel Porter, de 20 años, y había desaparecido su novia, Susan Pertz, de la que no se tenían noticias.
Garrow fue detenido al ir a buscar ayuda en casa de su hermana. No fue una detención tranquila, ya que hubo un tiroteo en el que Garrow fue gravemente herido. A consecuencia del mismo, quedó confinado a una silla de ruedas.
Robert se confesó autor del crimen de Phillip, pero no del resto. Su abogado, Frank Armani, consiguió arrancarle también la confesión del de Daniel y la violación y el asesinato de Susan y de otra joven, Alicia Hauck, pero no pudo declararlo a causa del juramento de confidencialidad con su cliente.
Finalmente, fue declarado culpable y el abogado pudo liberarse de su silencio.
Unos años después, ya recluido, Garrow consiguió escapar de prisión, pero fue abatido por el disparo de un agente, que puso fin a su vida.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Hadden Irving Clark , el canibal travestido

Hay una motivación clara en muchos de los casos que vamos desgranando en esta sección. La infancia y la adolescencia son definitivos para desarrollar, en edades más avanzadas, unas costumbres que desembocan en la violencia y el crimen. Vale, en muchos casos no existen estos antecedentes, pero en la mayoría son los primeros años los que marcan sin remisión ese terrible destino.

Hadden Clark es uno de esos niños nacidos en una familia con graves problemas en su seno, y cada uno de esos problemas fueron acumulándose y creando en su cabeza la confusión que le llevó hasta el asesinato.

Su madre se enorgullecía de que la familia era descendiente de los primeros colonos del Mayflower, pero esa circunstancia no impide que ambos progenitores eran dos alcohólicos que no tenían ningún problema en abusar de manera psicológica y física de sus tres hijos.

Sus hermanos Brad, Jeffrey y Allison no fueron tampoco muy bien tratados por sus progenitores y su trayectoria tampoco fue demasiado satisfactoria.

Brad fue acusado de asesinar y violar el cadáver de su novia, además de descuartizar el cuerpo y comerse parte del mismo. Se arrepintió y se entregó a la policía. Jeffrey fue acusado de violencia doméstica en varias ocasiones y Allison se fue de casa antes de la mayoría de edad para evitar todo esto.

Hadden, por su parte, se aficionó a maltratar animales domésticos. Su crueldad iba dirigida a pequeños animales, a los que torturaba y mataba, por norma general decapitándolos. Tampoco los niños del vecindario se salvaban de sus golpes e improperios. El término Bullyng se puede aplicar con todas sus consecuencias en el entorno del pequeño Hadden.

Su padre le trataba de inútil, mientras que su madre, antes de que naciera Allison, quería una hija y lo vestía de niña, para escarnio de otros niños.

Sin embargo, era sumamente inteligente, e incluso destacaba jugando al ajedrez.

Esa habilidad para sortear problemas le vino muy bien para estudiar como chef y logró triunfar como cocinero en varios restaurantes… hasta que su perturbada mente comenzaba a estropear el trabajo.

Algunos empleadores decían que se orinaba en los platos, robaba las cajas y realizaba otras barbaridades que eliminaban toda su pericia con las sartenes, y los cuchillos, que llegó a dominar con maestría.

Con la muerte de su abuelo, la única persona que dijo que le entendía y que fue una buena influencia para él, parece que la poca cordura que le quedaba se le difuminó.

Consiguió un puesto en la Marina, donde sufrió él mismo un acoso por parte de sus compañeros, ya que solía vestirse de mujer bajo el uniforme, cosa que no les gustaba.

El primer crimen que se asocia a Hadden no ha sido documentado, pero él lo confesó. Se trataba de una joven en Cape Code, donde trabajaba en un Club de Campo. Dijo que la asesinó, la quemó y utilizó las yemas de sus dedos como cebo de pesca.

Al abandonar el ejército, a Maryland, y recaló en casa de su hermano Jeffrey, el maltratador.

Allí fue descubierto por su hermano masturbándose delante de sus hijos y le expulsó de casa. Mientras estaba rebuscando su ropa para irse, visitó la casa Michelle Dorr, una amiga de seis años amiga de Elisa, su sobrina.

Hadden se hizo con sus cuchillos de chef, que llevaba en la maleta y la agarró del pelo. Ella intentó defenderse, pero su corta edad no le ayudó para evitar el cuchillo. Hasta doce cuchilladas se alojaron en su cuerpecito, que luego cogió Hadden. Lo llevó hasta un descampado y lo enterró allí.

La policía miró hacia el padre de la niña, que ya había amenazado a su mujer, ya divorciada, que se llevaría a la pequeña si no renunciaba a la custodia.

Esto ayudó a que le eliminaran como sospechoso, y le permitió volver a actuar. Roba en casa de su madre y esta le echó de su casa.

Buscó ayuda en un Club de Veteranos, donde le aplicaron un tratamiento de antidepresivos. No obstante, se puso a vivir en su furgoneta, como un mendigo.

Consiguió un trabajo como jardinero en casa de una conocida psicoanalista llamada Penny Houghteling que tenía una hija llamada Laura. Entró en su habitación y la atacó en su cama. En su paranoia, entró vestido con un vestido de ella y una peluca. La obligó a reconocer que Laura era Hadden disfrazado y después, la ató a la cama, tapándole además los ojos, nariz y boca con cinta aislante.

A consecuencia de ello, murió asfixiada.

La policía relacionó a Hadden con el asesinato, y en la investigación, surgió el nombre de Michelle, que se relacionó con él también, pese a que habían pasado seis años.

Fue condenado a sesenta años de prisión, que todavía cumple en una prisión estadounidense

domingo, 8 de noviembre de 2009

Coral Eugene Watts, el Asesino del Domingo por la Mañana



Los asesinos en serie suelen ser personas con un perfil muy delimitado, casi de libro. Es extraño que haya uno de estos criminales que se salga de la norma, pero como en todo, estas cosas ocurren.
Coral Eugene Watts es uno de los pocos psicokillers en serie de raza afroamericana. Sus motivaciones, sin embargo, no se salen de lo que es normal en estos individuos, y ahí es donde vuelve a entrar dentro de lo habitual.
Su infancia tiene, por supuesto, todos los elementos necesarios para que su vida desemboque en la tragedia. Hijo de un militar y una profesora de arte, tuvo que soportar el divorcio de sus padres y el posterior enlace de ella con un nuevo marido. Con este, su madre tuvo dos hijas, y Carl (su nombre real) comenzó a tener fantasías violentas en las que atacaba y asesinaba a mujeres y chicas jóvenes. No ocurrió nada durante unos años, hasta que estaba a punto de cumplir 15 años.
Su primera víctima fue una joven de 26 años, Joan Gave, en 1969. Por este crimen, fue condenado a pasar una temporada en el Hospital Psiquiátrico La Fayette, en Detroit. En él se le diagnosticó un retraso mental notable. Tenía alucinaciones y otros trastornos, pero fue liberado en 1970.
Tres años después, consiguió graduarse y obtuvo una beca para jugar al football en el Lane College, en Jackson, Tennessee. A los tres meses fue expulsado del centro, por haber molestado y atacado sexualmente a una compañera. Otra versión que explicaría la expulsión sería las sospechas que le inculparían del asesinato de una compañera, aunque no pudieron demostrarlo.
De Tennessee se mudó a Houston, Texas.
Y ahí es donde comienzan a registrarse los terribles crímenes de este individuo, que no sorprendieron a quienes le conocían.
La primera que asesinó, según se tiene documentación, fue una joven de 20 años, Gloria Steel. La asaltó en su casa, la ató y la asesinó.
Sus víctimas tuvieron un rango de edad entre 14 y 44 años, y su método era muy reconocible. La asfixia era uno de los métodos más habituales en sus fechorías, pero también utilizó los golpes o el apuñalamiento para asesinar a sus víctimas. Lo que sorprendió fue que no existía el móvil sexual, sino que era simple y llanamente un odio hacia las mujeres y su pretendida superioridad sobre ellas.
Durante años, continuó su terrible carrera, entrando en las casas de sus víctimas escogidas. Una vez dentro, las estrangulaba hasta que perdían el conocimiento y las maniataba. Luego, llenaba la bañera de agua y después, las empujaba dentro, hasta que morían asfixiadas.
Al no existir violación y ser el primer ataque violento y rápido, no existían pruebas ni fragmentos de ADN, que habrían podido identificarlo sin dudas. Aún así, la policía comenzaba a tener un perfil sobre el asesino y estrechaban el cerco sobre él.
Para evitar que le capturarán, Coral, como le conocían sus amigos, comenzó a moverse por otros estados y aprovechó la falta de información en esos otros lugares para quedar impune.
Aún así, finalmente cometió un error, y fue arrestado y condenado.
En 1984, asaltó a Lori Lister, una joven de 21 años que vivía con su amiga Melinda Aguilar cerca de la Universidad de Houston, Texas. Las estranguló a ambas hasta dejarlas sin sentido y procedió a llenar la bañera. Melinda, que estaba fingiendo, aprovechó la ocasión y saltó por la ventana a la calle. Enseguida acudió el servicio de emergencias y pudieron escuchar lo que había sucedido. Una patrulla subió hasta el piso de Melinda, y allí encontró a Coral intentando ahogar a Lori. Fue detenido inmediatamente y ambas chicas consiguieron salvar su vida.
Coral comenzó a confesar todos sus crímenes, pero había un problema. Al no existir pruebas materiales, era difícil condenarle, pese a contar con su confesión.
Los fiscales comenzaron a buscar testigos, y consiguieron encontrar los suficientes para condenarle por once asesinatos. Él había confesado varias decenas. Si no aparecían los testigos, sólo se le podía acusar de crímenes menores y podría salir antes de lo previsto a la calle. Incluso se corrió ese riesgo en 2006, hasta que un testigo clave de 1974 aportó los datos necesarios.
Finalmente, pasó 25 años en prisión hasta que se pudo encontrar una causa definitiva que le retuviera en prisión de por vida. Justo cinco días después de que le cayera encima una condena de por vida en prisión, falleció a causa de un cáncer. Era el 21 de septiembre de 2007.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Catherine Hayes y la cabeza misteriosa


La ciencia forense ha sido una de las herramientas más poderosas para la resolución de muchos crímenes, quien lo duda. Los sistemas que hoy vemos en la televisión, en manos de valientes y aguerridos agentes de la policía científica, son los que hoy dan validez a las pruebas que permiten a los policías de calle acercarse sin dudas a los verdaderos culpables de los asesinatos que cometen.
Un gran hallazgo, una gran herramienta, que hoy es muy común, muy utilizada, pero que no siempre ha estado ahí.
Hubieron tiempos, no hace mucho, en los que las técnicas de identificación de cadáveres y sus asesinos no existían. Se hacía todo a ojo, e incluso no podían contar con la fotografía para determinar identidades y demás particularidades de víctima y verdugo.
Pongámonos, por ejemplo, en el Londres del siglo XVIII. Esta era la metrópolis floreciente de Europa, la capital de un Imperio que sobresalía entre los demás, y donde la población crecía sin mesura. Y con ella, los problemas y los crímenes.
El día 2 de mayo de 1726, unos caminantes ociosos se percatan que a orillas del Támesis se ve algo. Se acercan, curiosos, ya que, estúpida idea, les parece que se trata de una cabeza humana.
Y ante su estupor, se encuentran con que eso que parecía una cabeza humana, era realmente una cabeza humana. Medio enterrada en el fango, con la sangre todavía fresca, la cabeza entera de un hombre de mediana edad estaba con los ojos abiertos, buscando entre los paseantes a alguien que se apiadara de ella y la recogiera.
Y eso hicieron, la cogieron y la envolvieron con una tela, para llevarla hasta la comisaría más cercana.
¿De quien se trataba? ¿Quién era la víctima?
No se podía saber, no habían bases de datos, ni registros, así que tomaron una decisión lógica: cuanta más gente la pudiera ver, antes se podría identificar. Así que la empalaron en una estaca, junto a la Abadía de Westminster, a la vista de todos. Las autoridades exhortaban a los ciudadanos a que se acercaran y la miraran. Y desde luego, eso hicieron muchos londinenses. Incluso uno que creyó ver en esos rasgos ya casi pútridos a su vecino John Hayes. No pudo confirmarlo, ya que muchos creían identificar al muerto, con diversos nombres.
La policía metió la cabeza en una urna llena de ginebra, para protegerla de la decrepitud. Pero continuaron invitando a los ciudadanos a que pasaran por la comisaría y la miraran.
La persona que había identificado a John Hayes volvió, y entonces se aseguró que era él.
Enseguida avisó a su viuda, Catherine, y a otros vecinos. Esa cabeza que exhibían en la comisaría era la del carpintero John Hayes.
Obligada por los vecinos, Catherine fue hasta la comisaría. Allí comentó que su marido había desaparecido hacía unos días. Según ella, era un hombre violento, y había asesinado a sus dos hijos y posiblemente, había huido hacia América o cualquier otro lugar.
Pero los policías se mostraron la cabeza. Ella reaccionó como lo haría cualquier viuda que descubre que su marido ha sido salvajemente asesinado. Se lanzó contra la urna, asiendo la cabeza y llorando desconsolada. Sin embargo, algo debieron ver los agentes presentes, porque comenzaron a sospechar que Catherine ocultaba algo, que algo tenía que ver con la situación actual de su marido.
La metieron en una habitación y comenzaron a interrogarla. Ella insistía. Su marido había desaparecido hacía varios días, sí, pero ella no sabía nada sobre ese tema.
Ella sospechaba que había matado a alguien y que había huido, eso era todo. No tenía nada que ver.
Pero al final, acosada por las preguntas de los policías, acabó confesando. Sí, ella había provocado su muerte, pero no lo había hecho sola.
Thomas Wood y Thomas Billings, dos amigos de la familia, habían sido cómplices del crimen. Estos dos confesaron sin demasiados problemas.
Desconocemos los métodos de interrogación de la policía, pero lo cierto que pronto el caso estaba resuelto.
Alentados por Catherine, ambos habían ayudado a la mujer, emborracharon al marido y separaron la cabeza del tronco.
El motivo, dijeron es que golpeaba demasiadas veces a la mujer y lo merecía. Eso, y las 1.500 libras que les prometió Catherine.
Encontraron el cuerpo en un campo y le ajustaron la cabeza. Se confirmó la historia y los tres fueron condenados a morir. Ellos, colgados. Ella, quemada en la hoguera.
El verdugo debió de haberla estrangulado, pero falló en su labor. Cuando ardió la pira, Catherine despertó y fue quemada viva, entre gritos y un terrible dolor.
El escritor William Makepeace Thackeray se basó en esta historia para escribir su novela Catherine: A story, en 1839.

lunes, 26 de octubre de 2009

La vampiras de San Vicent del Raspeig


El mundo de las supersticiones es responsable de muchos de los terribles actos que suelen ir apareciendo por esta sección. Las creencias en hechizos, magias y diferentes brujerías pueden llevar a personas de mente débil y transtornada a perpetrar actos de toda ralea.
Y eso es lo que ocurrió, durante el mes de octubre del 1924 en la población alicantina de San Vicente del Raspeig.
La víctima, para hacer todavía más trágico el suceso, fue una niña de sólo siete años de edad, una niña que tuvo que sufrir terriblemente en manos de dos presuntas brujas que, según las investigaciones de la época, pretendían “sanar” a un inválido con el sacrificio de la desafortunada niña.
Todo aconteció, según los periódicos que se publicaron en esos días, el 7 de octubre de ese año.
Carmen Mendivil, de siete años, se vistió y acicaló para ir al colegio y salió de la tienda de comestibles que tenía su madre, viuda desde hacía unos años, en la calle Salamanca, a sólo unos metros del centro escolar. Al parecer, vestía con la bata escolar y nada auguraba que nada malo iba a suceder.
Hasta las cinco de la tarde, nadie sospechó que algo raro sucedía, pero a partir de esa hora, la desaparición de la joven comenzó a despertar la inquietud entre los vecinos.
La mañana del día 8, la Guardia Civil ya tenía declaraciones de varias personas que la habían visto cruzar de la Calle Mayor, donde estaba el Colegio, hasta la calle del Pozo. Comenzaron a revisar, casa tras casa y pozo tras pozo, en busca de la infortunada. De repente, un aviso. Andrés Huesca, “El Barbudo”, avisa a las autoridades de que en su pozo hay alguna cosa flotando. Desgraciadamente, se confirman las sospechas y se saca el cuerpo sin vida de Carmen.
No pasaron más que unas horas hasta que se procedió a las primeras detenciones. Cinco personas fueron conducidas hasta el cuartel, acusadas de ser responsables de la muerte de la pequeña.
la historia que se sacó de sus confesiones, puso la carne de gallina de todos los que pudieron escucharla.
Francisca Jover Ferrándiz, sobre la que cayó la principal responsabilidad, se declaró inocente. Todo había sido a causa de una riña con un sobrino, y pretendían inculparle para hacerle caer en desgracia. Pero fue la declaración de Benita Carbonell Huesca, una mujer que trabajaba para Francisca y su marido, la que dio luz a todo el asunto.
Benita no estaba limpia de delitos, ya que había sido acusada de tirar a un niño a una acequia y recluida en un psiquiátrico. Ella declaró que Francisca, que era considerada como bruja en la vecina Monóvar, además de mala persona y avara sin límites. Su marido, Bartolomé, estaba parapléjico, y no podía moverse de su sillón. Necesitaba, según Francisca, de poderosos conjuros para recuperar su “hombría” y volver a ser un hombre.
Así que, con la ayuda de Benita, atrajo a la pequeña Carmen con una sonrisa y dos peladillas. La invitó a entrar en casa, con la excusa de enseñarle unos conejitos blancos que criaba en el patio. Una vez allí, ambas mujeres inmovilizaron a la pequeña y la despojaron de la ropa. Después, la llevaron ante Bartolomé, el parapléjico.
Este, según declaraciones y averiguaciones posteriores a los hechos, tuvo una erección, que es lo que las mujeres pretendían. Y es que todo se resumía en una macabra ceremo-nia. Para poder recuperar la virilidad, el hombre debía tener “ayuntamiento carnal con una niña”, además de ingerir su sangre para recuperar el vigor.
Con tales intenciones se produjo todo el crimen, y finalmente, se llevo a cabo. Las mujeres situaron a la niña sobre el hombre, que consumo de esta manera la violación. Después, con la niña desmayada a causa de la terrible agresión, la envolvieron en un delantal y la lanzaron al pozo, todavía viva.
Benita dijo que simplemente obedeció a la señora, quien l amenazó con matarla si decía algo de lo sucedido, mientras que la otra aseguraba una y otra vez que no tenía nada que ver y que todo era un montaje de su sobrino, para desacreditarla delante de todo el pueblo.
Los otros dos detenidos, “El Barbudo” y su compañero de vivienda, el mudo Juan Beviá Barberá, fueron puestos en libertad sin cargos, y el resto fue conducido a prisión.
Francisca murió el 6 de noviembre en ella, mientras que Bartolomé se abandonó en la cárcel y el 21 de octubre tuvo que ser trasladado al hospital, donde murió un poco después que su mujer, el 19 de noviembre. Benita, por su parte, fue condenada a pena de cárcel y reclusión atendida, ya que se entendía que actuó sugestionada por su ama y se le diagnosticó “abulia”, es decir, actuar reprimida y amedrentada por la señora.
No todo quedó claro en la resolución, ya que en algunos medios de la época se habló de una investigación lenta y ralentizada, y al no quedar cerrada la investigación, se produjeron cambios en la historia y se crearon leyendas, como la de la “niña del pozo”, que continúa en vigor, y que recoge el escritor Pedro Amorós, curiosamente, natural de San Vicente, en su libro “Guía de la España Misteriosa”

lunes, 21 de septiembre de 2009

Daniel Camargo, la Bestia de los Andes

Sé que es un tópico, pero la infancia es determinante a la hora de establecer un patrón de conducta que lleva a la aparición de los comportamientos que vamos viendo en esta sección.

Pocas veces los asesinos en serie, las bestias que pueblan estas páginas edición tras edición tienen la suerte de haber contado con unos primeros años “normales”, como debería ser. Muchos han sido maltratados, vejados y utilizados como víctimas propiciatorias de la maldad de sus progenitores.

El caso que conmocionó los países de Colombia y Ecuador, el que protagonizó Daniel Camargo, no se salva de esta especial característica.

Daniel nació en 1931, en un lugar tan bello como duro para sobrevivir, los Andes colombianos. Su madre murió cuando él contaba unos pocos meses de vida, y su padre rehizo su vida junto a otra mujer.

Los azares de la vida quisieron que esta segunda esposa no pudiera dar nueva descendencia al progenitor, y ella, apesumbrada, volcó todo su cariño hacia el pequeño Danielín.

Para empezar, se dirigía a él llamándole Danielita, y le vestía como una niña. Le peinaba como a tal, lo arreglaba para que pareciese una muchacha y lo enviaba de tal guisa al colegio.

Pese a estas dificultades en su crecimiento, logró obtener buenas notas en el colegio, aunque las vejaciones, abusos y palizas por parte de su padre, una hermana mayor y un tío, terminó viviendo en las calles de Bogotá, aprendiendo en ellas otro tipo de enseñanzas.

Al fin, encontró un remanso de paz: Alcira Castillo, con la que se casó el año 1960. La felicidad parecía que llamaba entonces a su puerta y que los años malos habían terminado.

Siete años después sorprendió a su mujer con otro hombre en la cama y algo se partió en su mente: toda la culpa de sus sufrimientos la tenían las mujeres. Ellas eran las culpables de todo, y ellas pagarían por todo.

Se fue de casa y decidió buscar a su media naranja en otro lugares. Si las mujeres eran el problema, debía acercarse a ellas mientras todavía no lo eran, mientras eran, a su modo de ver, “puras”, vírgenes.

En esa época tenía una amante, que le ayudó a buscar a las jóvenes vírgenes, a las pobres niñas a las que drogaba y violaba.

Por suerte, ninguna falleció a manos de este demente desatado y muchas denunciaron con éxito la agresión. A consecuencia de esta etapa, dio con sus huesos en la cárcel. En 1968 entró en prisión, donde permaneció cinco años.

Al salir, no pareció que había aprendido la lección y continuó con su trágica carrera de asaltos.

En esta fecha se registra su primer asesinato, aunque se sospechó que habían sido más. En un nuevo juicio se le condenó a 25 años en una prisión situada en la inhóspita isla de Gorgona, casi sin vigilancia, y de la que consiguió escapar tras pasar diez años allí.

En uno de los paseos que realizaban por la isla, encontró una barca, con la que se animó a realizar la larga travesía que le condujo hasta tierra. Fueron tres días sin agua ni comida, que pusieron a prueba todos los recursos de este hombre que sólo tenía una cosa en mente: llegar a salvo hasta su país y una vez allí, retomar su pérfida vida.

Sabedor de que en Colombia era sobradamente conocido, decidió cambiar de escenario y eligió la vecina Ecuador para establecer su domicilio.

Durante varias semanas, consiguió recuperar parte de su aspecto habitual y su fuerza y ánimo de siempre y comenzó a preparar su regreso al mundo oscuro.

Durante sus años en prisión no dejó de dar vueltas al motivo por el cual fue detenido tantas veces y la conclusión no dejaba lugar a dudas.

Las denuncias de sus víctimas eran las responsables de que diera con sus huesos en la cárcel, así que debía eliminar ese “pequeño inconveniente” y trabajar de manera de que nadie le volviera a denunciar.

Así, tomó la determinación de no dejar a ninguna de sus víctimas con vida.

Y esa decisión causó una época de terror y psicosis en la sociedad ecuatoriana durante algo más de un año

Y es que en Ecuador, Daniel Camargo dio rienda suelta a sus más terribles instintos. Carreteras, veredas, autopistas, pueblos y ciudades fueron sembrados de sangre y violencia por la mano de una sola persona.

Quince meses vagó por ese país la Bestia de los Andes, y no se sabe con seguridad cuantas jóvenes cayeron víctimas de su insaciable sed de sexo violento y cruel.

Se barajan varias cifras, que oscilan entre las 71 de los más optimistas y las 150 de los que creen que Camargo ha sido el mayor asesino en serie de esa zona del planeta.

En marzo de 1986 una patrulla de la policía reparó en un vagabundo, uno de los muchos que circulaban libremente por Ecuador. Llevaba una maleta que llamó su atención, así que le pararon.

Al abrirla, descubrieron una camisa ensangrentada, junto a más ropa con trazas de sangre. Algo no cuadraba en esa figura… En la comisaría, Camargo confesó 71 asesinatos y cientos de violaciones, pero tras comprobar casos abiertos, los agentes encontraron similitudes con otros ochenta casos.

Incluso a una de ellas le habían extraído los órganos internos, pero él se justificó diciendo que no había sido así: “solo le saqué el corazón, porque es el órgano del amor”, dijo.

Su justificación, la venganza por años de desprecios y humillaciones y su miedo a volver a la cárcel no convenció a nadie y fue condenado a 16 años de prisión, una pena ridícula teniendo en cuenta su historial.

En 1994 fue asesinado por el sobrino de una de sus víctimas, también interno en el mismo penal, poniendo fin a la vida de la Bestia de los Andes.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Los Fourinet, asesinos de vírgenes.

Los casos que vamos siguiendo en este blogparece que se produjeron hace varios años. Siglos incluso. Son cosas que parecen que ocurrían en otras épocas, en otros tiempos. Es difícil pensar que hoy sucedan estas cosas. Pero suceden. Hoy, y muy cerca de nosotros.

Concretamente, en la vecina Francia, y no hace demasiado tiempo. En 2004, por ejemplo.

Michel Fourinet, francés de nacimiento y residencia, acompañado de su pareja Monique Olivier, fue protagonista de un terrible suceso que tuvo como víctimas a nueve mujeres, con edades comprendidas entre 12 y 22 años. A todas ellas las sometió al mismo suplicio. Fueron violadas y asesinadas por este carpintero galo, siempre con la ayuda de su mujer, entre los años 1987 y 1991.

María Ascensión Quilombo, de 13 años, Elizabeth Brigett, de 12; Jenny Marie Desmarault, de 17 y otras que fueron descubriéndose a lo largo de la investigación fueron algunas de las víctimas de este hombre que contaba con 62 años cuando fue detenido.

Michelle Fourinet fue ya arrestado en Bélgica por secuestrar a una niña, y tenía antecedentes criminales por ello.

Pese a ello, estaba libre y campando a sus anchas por Francia, dando rienda suelta a sus más horribles instintos.

Nació en Sedán, el 4 de abril de 1942, y no hay ningún registro acerca de su infancia, por lo que no se puede comprobar si existían los antecedentes propios y comunes a la mayoría de estos individuos, y hay que remontarse hasta 1960 cuando fue detenido en Bélgica.

También tenía antecedentes por tráfico de armas, aunque cuando estuvo en prisión fue a causa del primer crimen. Estuvo en prisión dos años, y conoció allí a un conocido que cumplía condena junto a él. Una amistad que tendría su importancia en el futuro de este asesino. Entre los años 1996 y 2001 fue detenido en cuatro ocasiones, pero fue liberado por falta de pruebas.

Mientras estaba en prisión, encontró el amor en brazos de Monique, quien trabajaba como asistente social en la misma. Con ella, descubrió el paradero de la mujer de su compañero de celda y la asesinó para hacerse con la pequeña fortuna que el terrorista le había confesado que mantenía bajo custodia la mujer. Con ese dinero, se compró una propiedad en el campo, que incluía un castillo del siglo XVIII. La buena vida hizo acto de presencia en el día a día de la pareja y se sintieron poderosos y libres para hacer lo que quisieron.

Tuvieron un hijo durante esa época, y parecía que todo quedaba zanjado. Pero, por desgracia, no fue así.

Monique localizaba a niñas a las que poder trasladar a su vivienda. Se trataba de niñas con problemas, que habían reñido con sus familias o con sus parejas, y que se dejaban embaucar fácilmente por la terrible mujer.

Una vez en casa, Michel las violaba y las mataba sin piedad. Para él, no eran más que “membranas con patas”, poco más que un animal.

Joanna Parrish fue una de esas . Tenía 20 años en el momento de su desaparición. Los padres de la chica iniciaron una campaña para localizarla, y se habló de una conspiración con parte de los implicados situados en cargos importantes. Las pruebas eliminaron esa teoría, pero la verdad no fue menos dolorosa.

En el año 2004, Monique fue a una comisaría de la Policía. Allí denunció a su marido, del que dijo que había matado a varias mujeres. Al ser interrogado, Michel confesó la violación y asesinato de las nueve víctimas.

Pero la policía no creyó a Monique, quien se demostró que había delatado a su marido para evitar ir a la cárcel.

En el juicio, celebrado el mes de mayo de 2008, ambos fueron condenados a prisión. Él, el Ogro de Las Ardenas, a cadena perpetua, y ella, a 28 años. Michel declaró, tras la sentencia, que no iba a apelar y que iba a cumplirla.


lunes, 24 de agosto de 2009

El crimen de Carmen Broto



Tras la cruda Guerra Civil, la sociedad intentó recuperar poco a poco su antigua calma, aunque los primeros años tras la contienda fueron duros para todos.
Una joven hermosa, animosa, y muy entregada, llamada Carmen Broto, llegó a Barcelona precisamente para servir en las casas de las clases medias de la sociedad catalana desde su pequeño pueblo oscense. Allí nació en 1924, y se trasladó a la gran ciudad para servir, como tantas otras.
Pero pronto se dio cuenta de que de esa manera no podría obtener lo que quería. Veía como vivían sus señores, con sus lujos inalcanzables y el dinero corriendo a espuertas.
No se conformó con el mísero sueldo de asistenta, y se lanzó en brazos de los jóvenes adinerados para cuyos padres trabajaba.
Comenzó a frecuentar las fiestas, siempre en brazos de algún joven apuesto, algún adinerado que le cubría de atenciones y también de regalos. Abrigos, joyas, cariño…
Había llegado a servir en casas pero se había convertido en una Cenicienta por cuyo cariño suspiraban muchos solteros de la capital catalana.
Las fiestas no eran tales si Carmen Broto no iba a ellas. Era el centro de la atención de la burguesía de la época. No ocultaba su origen humilde. Todos comentaban que era una chacha que había conseguido subir la escala social. Todos sabían a qué se dedicaba y nadie le reprochaba nada, más bien la admiraban por ello.
Ella sabía que podía conseguir más, así que cambió sus objetivos: nada de futuros adinerados, en espera de la herencia del papá. Ahora, buscaría a los papás directamente.
Pasó por los lechos de varios señores mayores, de los cuales le regaló un piso en la calle Padre Claret, donde vivió hasta su trágica muerte.
En ese apartamento atesoró sus regalos, los que le iban dando sus ricos amantes, mientras continuaba siendo la comidilla de toda la sociedad pudiente de Barcelona.
Unos años después, apareció Jesús Navarro, un joven de 25 años hijo de un cerrajero cántabro que había conseguido una considerable fama y fortuna en Cataluña.
Su padre buscaba para su hijo el mejor partido, una mujer que le diera posición y acrecentara su fortuna, pero su hijo vivía de manera disoluta y sin pensar demasiado en contentar a su progenitor.
Sus vidas se cruzaron y comenzaron a verse. Navarro no se había enamorado de ella realmente, pero estaba encandilado de su figura, su ya leyenda y de las riquezas que se decía que había en el tan traído piso de Carmen.
Junto a la pareja, estaba también Jaime Viñas, algo mayor que Jesús y se dedicaba a disfrutar del dinero de Jesús y le acompañaba en sus correrías.
Carmen estaba perdidamente enamorada del joven, aunque mantenía en parte su relación con alguno de sus maduros acompañantes.
Jesús padre no veía con buenos ojos la presencia de Carmen, aunque toleraba la relación porque el dinero que se comentaba que poseía la aragonesa atraía la avaricia del cerrajero.
En 1948 Jesús se enamoró de una joven de la burguesía catalana. Ella le correspondió y le prometió que una vez unidos, montaría un bar para él en plenas Ramblas, con la única condición de que él abandonara a Carmen, “esa furcia”, decía.
Al padre de Jesús le parece más adecuada la nueva pareja de su hijo y le propone un plan: líbrate de ella, mátala.
De paso, el plan incluía el robo de las joyas y el dinero de la aragonesa. Total, pensaban, nadie iba a sospechar nada, tratándose de una prostituta.
Jesús y Jaime serían los que ejecutarían el crimen, mientras que el padre, diestro con las cerraduras, se encargaría del piso.
El 11 de enero de 1949, ambos van a buscarla en un Ford de color negro. El plan era salir los tres de fiesta, tal y como lo habían hecho cientos de veces antes.
En la parte trasera, donde se sentaba Jaime, se hallaba oculta una enorme maza.
Una vez fuera de la ciudad, Jaime sacó el mazo y lanzó un golpe contra la cabeza de la mujer. Sangrando y confundida, intentó escapar, pero fue reducida y vuelta a golpear y en unos minutos, falleció.
Ambos se miraron sorprendidos. No habían esperado que hubiera tanta sangre y cuando llegó el padre, que había acordado reunirse con ellos más tarde, decidieron enterrar el cuerpo en algún lugar discreto.
En la calle Legalidad envolvieron el cuerpo de la joven en el abrigo que llevaba antes de morir, una pieza de unas 50 mil pesetas, una auténtica fortuna. Lo enterraron en un solar y subieron de nuevo al coche, pero al ir a arrancar, no lo hizo.
Asustados, salieron corriendo dejando tras de sí el coche y todos los restos delatores.
Unas horas después, unos vigilantes encontraron el cuerpo y avisaron a la policía. Tras unas breves investigaciones, encontraron quien había alquilado ese coche, y buscaron primero a Jesús padre. Al verse descubierto, ingirió una gran cantidad de veneno y se suicidó.
Jaime Viñas se vio en las mismas circunstancias y optó por la misma solución, mientras que Jesús hijo fue sorprendido mientras intentaba escapar con su novia en un barco hacia Baleares.
Fue condenado a muerte y trasladado al penal de Ocaña, pero su madre consiguió que un abogado conmutara la pena y fue condenado a 30 años de cárcel, por obra del mismo Caudillo, que lo indultó.
Escribió dos libros sobre su víctima, a la que tachó de confidente de la policía y hasta de colaboradora con el maquis. La leyenda ha llevado a Carmen Broto ser amante de espías, serlo ella misma, tener oscuros secretos y más cosas, pero lo cierto es que ese año 1949, la sociedad pudiente de Barcelona se estremeció con la muerte de Carmen Broto.

martes, 28 de julio de 2009

John George Haigh, el vampiro del ácido


Fama. A algunos les impulsa a meterse en una casa con otros personajes ávidos de reconocimiento social, totalmente desconocidos. O a realizar cualquier acto lo suficientemente estúpido como para aparecer en la prensa.

Y a John George Haigh, fue ese ansia de fama lo que le perdió.

Toda su historia mediática nació una mañana de invierno de 1949. Fue cuando se acercó, junto a un conocido, a la comisaría del barrio londinense de Chelsea.

Allí acudieron para denunciar la desaparición de una conocida, Olivia Durand-Deacon. Había quedado con ella, en calidad de empresario, para comenzar un negocio de fabricación de uñas sintéticas, pero ella no había aparecido a la cita. Todos querían a la mujer, ya entrada en la sesentena y en kilos.

Y por ello, se habían acercado porque hacía dos días que no sabían de ella y estaban preocupados por su suerte.

John estaba tranquilo, prestando declaración ante el comisario, y nada en especial daba a dudar su versión de los hechos, pero una de las agentes, quizás por intuición, quizás porque notó algo extraño, solicitó que John esperase un rato más y aclarara unos datos. Mientras, se dedicó a investigar sobre él. Se dirigió a los archivos policiales y extrajo una ficha suya.

John George Haigh tenía una interesante historia con el crimen. Había sido arrestado en varias ocasiones por robo y estafa. Había un pequeño resquicio en su historia, pues.

Durante dos horas, varios agentes estuvieron interrogándole y surgió la inevitable pregunta: “¿Tiene usted algo que ver con la desaparición de Olivia?”

Y la respuesta les sorprendió. John aseguró que si él hubiera tenido algo que ver en esa desaparición, nadie podría probar nada. No se encontraría ningún cuerpo que lo relacionara con un asesinato, ni un secuestro.

Mientras, otro grupo descubrió que el sospechoso tenía negocios sospechosos en una zona con almacenes abandonados.

Allí se dirigió un agente de la Policía Científica, el doctor Simpson, uno de los más eficaces miembros del cuerpo londinense. Entró en el almacén donde se sospechaba que John podría haber ocultado a la infortunada mujer, pero no halló nada.

En un patio trasero halló una extraña mancha grisácea, que cubría parte del suelo. Se acercó extrañado y allí encontró las pruebas que necesitaba para saber qué es lo que había ocurrido.

El líquido burbujeaba y producía espuma. En su centro, había algo que parecían restos de huesos humanos. Y junto a ellos, una dentadura postiza y unas pequeñas piedras.

No dudó ni por un momento de que se enfrentaba a los restos de alguien, disuelto por ácido sulfúrico. Alertó a los agentes y se llevó del almacén unos 140 kilos de suciedad y algo que parecía grasa humana.

Efectivamente, al depurar el cargamento, halló 12 kilos de grasa humana. Olivia era una mujer gruesa, y podría ser su cuerpo disuelto. También examinó las tres piedras. Se revelaron como cálculos renales.

No cabía ninguna duda. Varios restos óseos confirmaron la procedencia de los restos.

Ya tenían, en un tiempo récord, los restos del cadáver y al asesino, que había ido por su propia voluntad a la comisaría.

Los periódicos se hicieron eco inmediatamente y fue, quizás, la noticia más difundida en Gran Bretaña tras las noticias bélicas de años antes.

Confesó, seguro de que no podían incriminarle por falta del cadáver.

Había quedado con ella para mover su negocio, y la condujo hasta el almacén. Allí, mientras ella diseñaba uno de los productos en un papel, le asestó un golpe en la cabeza y le disparó con un revólver. Aseguró que habían bebido un vaso de su sangre mientras ella agonizaba y él la observaba.

Se descubrió que había experimentado en la cárcel con el ácido sulfúrico y había eliminado ratas con él.

Se hizo pasar por loco para eludir la pena. Sabía que habían restos y que no las tenía todas consigo.

Bebía su propia orina y se hacía pasar por demente. Pero nada de eso sirvió. Las pruebas eran tan demoledoras que no había posibilidad de escape.

Ante la expectación surgida por el caso, se envalentonó. Era famoso, Todo el mundo hablaba de él y se sentía el centro del Universo. Estaba feliz.

Se inculpó del asesinato de dos familias enteras, que pasaron por el mismo tratamiento que la infeliz Durand-Deacon. Otros tres crímenes fueron desestimados por falsos. Se dejó llevar por el subidón de fama y se perdió. Le dijeron que había confesado demasiado pronto, y que habían encontrado los restos antes de que desaparecieran. Estaba perdido.

El asesino del ácido, el vampiro de Londres, como también le llamaron porque dijo que había consumido sangre de sus víctimas fue llevado a jucio.

Estaba feliz y pletórico. Era famoso.

El juicio duró un solo día y el jurado tardó quince minutos en decidir su culpabilidad.

El seis de agosto del mismo año, 1949, fue conducido al patíbulo y murió ahorcado, feliz por ser el centro de la atención.