martes, 28 de julio de 2009

John George Haigh, el vampiro del ácido


Fama. A algunos les impulsa a meterse en una casa con otros personajes ávidos de reconocimiento social, totalmente desconocidos. O a realizar cualquier acto lo suficientemente estúpido como para aparecer en la prensa.

Y a John George Haigh, fue ese ansia de fama lo que le perdió.

Toda su historia mediática nació una mañana de invierno de 1949. Fue cuando se acercó, junto a un conocido, a la comisaría del barrio londinense de Chelsea.

Allí acudieron para denunciar la desaparición de una conocida, Olivia Durand-Deacon. Había quedado con ella, en calidad de empresario, para comenzar un negocio de fabricación de uñas sintéticas, pero ella no había aparecido a la cita. Todos querían a la mujer, ya entrada en la sesentena y en kilos.

Y por ello, se habían acercado porque hacía dos días que no sabían de ella y estaban preocupados por su suerte.

John estaba tranquilo, prestando declaración ante el comisario, y nada en especial daba a dudar su versión de los hechos, pero una de las agentes, quizás por intuición, quizás porque notó algo extraño, solicitó que John esperase un rato más y aclarara unos datos. Mientras, se dedicó a investigar sobre él. Se dirigió a los archivos policiales y extrajo una ficha suya.

John George Haigh tenía una interesante historia con el crimen. Había sido arrestado en varias ocasiones por robo y estafa. Había un pequeño resquicio en su historia, pues.

Durante dos horas, varios agentes estuvieron interrogándole y surgió la inevitable pregunta: “¿Tiene usted algo que ver con la desaparición de Olivia?”

Y la respuesta les sorprendió. John aseguró que si él hubiera tenido algo que ver en esa desaparición, nadie podría probar nada. No se encontraría ningún cuerpo que lo relacionara con un asesinato, ni un secuestro.

Mientras, otro grupo descubrió que el sospechoso tenía negocios sospechosos en una zona con almacenes abandonados.

Allí se dirigió un agente de la Policía Científica, el doctor Simpson, uno de los más eficaces miembros del cuerpo londinense. Entró en el almacén donde se sospechaba que John podría haber ocultado a la infortunada mujer, pero no halló nada.

En un patio trasero halló una extraña mancha grisácea, que cubría parte del suelo. Se acercó extrañado y allí encontró las pruebas que necesitaba para saber qué es lo que había ocurrido.

El líquido burbujeaba y producía espuma. En su centro, había algo que parecían restos de huesos humanos. Y junto a ellos, una dentadura postiza y unas pequeñas piedras.

No dudó ni por un momento de que se enfrentaba a los restos de alguien, disuelto por ácido sulfúrico. Alertó a los agentes y se llevó del almacén unos 140 kilos de suciedad y algo que parecía grasa humana.

Efectivamente, al depurar el cargamento, halló 12 kilos de grasa humana. Olivia era una mujer gruesa, y podría ser su cuerpo disuelto. También examinó las tres piedras. Se revelaron como cálculos renales.

No cabía ninguna duda. Varios restos óseos confirmaron la procedencia de los restos.

Ya tenían, en un tiempo récord, los restos del cadáver y al asesino, que había ido por su propia voluntad a la comisaría.

Los periódicos se hicieron eco inmediatamente y fue, quizás, la noticia más difundida en Gran Bretaña tras las noticias bélicas de años antes.

Confesó, seguro de que no podían incriminarle por falta del cadáver.

Había quedado con ella para mover su negocio, y la condujo hasta el almacén. Allí, mientras ella diseñaba uno de los productos en un papel, le asestó un golpe en la cabeza y le disparó con un revólver. Aseguró que habían bebido un vaso de su sangre mientras ella agonizaba y él la observaba.

Se descubrió que había experimentado en la cárcel con el ácido sulfúrico y había eliminado ratas con él.

Se hizo pasar por loco para eludir la pena. Sabía que habían restos y que no las tenía todas consigo.

Bebía su propia orina y se hacía pasar por demente. Pero nada de eso sirvió. Las pruebas eran tan demoledoras que no había posibilidad de escape.

Ante la expectación surgida por el caso, se envalentonó. Era famoso, Todo el mundo hablaba de él y se sentía el centro del Universo. Estaba feliz.

Se inculpó del asesinato de dos familias enteras, que pasaron por el mismo tratamiento que la infeliz Durand-Deacon. Otros tres crímenes fueron desestimados por falsos. Se dejó llevar por el subidón de fama y se perdió. Le dijeron que había confesado demasiado pronto, y que habían encontrado los restos antes de que desaparecieran. Estaba perdido.

El asesino del ácido, el vampiro de Londres, como también le llamaron porque dijo que había consumido sangre de sus víctimas fue llevado a jucio.

Estaba feliz y pletórico. Era famoso.

El juicio duró un solo día y el jurado tardó quince minutos en decidir su culpabilidad.

El seis de agosto del mismo año, 1949, fue conducido al patíbulo y murió ahorcado, feliz por ser el centro de la atención.

lunes, 27 de julio de 2009

Una pequeña chorrada

He inscrito La Crónica Negra en el concurso de 20 Minutos, el 20 Blogs.
No es que espere gran cosa del tema este, pero si te gusta, y te apetece, dale al botoncillo que hay en el lado derecho blog y vota por él.
Las cosas que llega a hacer uno...
Un saludin

sábado, 4 de julio de 2009

Samuel Herbert Dougall, el galán asesino

Sabemos por los diferentes tipos de asesinos que han circulado por estas páginas que la infancia es determinante para los aberrantes y terribles comportamientos que vemos en su madurez.
Pero no siempre es así, y ese carácter violento y cruel se desarrolla al madurar.
Samuel Herbert Dougal no tuvo una mala infancia. Nació en la Inglaterra victoriana y creció con las estrictas normas de la época, pero dentro de la normalidad imperante, sin estridencias ni grandes problemas.
Su adolescencia fue la que correspondía a esos años, y al crecer, decidió servir en el ejército, donde consiguió una hoja de servicios limpia y brillante, sin ninguna mancha. Era un buen y fiel soldado.
Allí consiguió un sueldo de 2 chelines y nueve peniques al día, un pequeño salario pero que le permitía tener una vida tranquila. No obstante, él veía como sus oficiales tenían más dinero, vivían mejor y esa vida le atraía.
Se casó y tuvo cuatro hijos con su mujer, en un matrimonio que no destacó por la infelicidad ni cualquier otro signo que demostrara que la situación fuera crítica.
Él se encontraba algo asfixiado en el matrimonio, se sentía costreñido en la casa, le faltaba el aire.
En 1885 comenzó a idear un plan: iba a medrar en la sociedad y conseguiría hacerlo por cualquier medio.
Su mujer era una buena mujer, dulce, cariñosa y buena esposa, pero la desgracia se introdujo en el hogar de Dougal, a consecuencia de su prematuro fallecimiento.
La causa aparente: una ingesta masiva de ostras crudas. Su muerte fue terrible, agónica y dolorosa. Un envenenamiento había segado la vida de la mujer y Samuel se sentía mal, triste y compungido.
Nadie sospechó otra cosa, ni se abrió investigación por la muerte.
Samuel era un galán victoriano. Vestía siempre con corrección y elegancia, así que a nadie le extrañó que en menos de un año ya tuviera otra mujer a punto de casarse con él.
Y así lo hizo, con una joven a la que superaba ampliamente en edad. Ella sólo vivía por él y le dio toda su vida.
En el mismo año, 1885 esta joven sufrió una serie de calambres, temblores y convulsiones que la llevaron a la tumba.
Pobre Samuel, pensaba la gente, en un mismo año había enterrado dos esposas. Pese a esta casualidad, no despertó ningún tipo de sospechas.
El compungido esposo se refugió en los brazos de incontables mujeres, decenas de amantes que pasaban por su lecho, y los resultados fueron, por desgracia, bastante nefastos.
Y no porque asesinó a ninguna de ellas, sino porque el número de hijos que surgieron de esa época fueron numerosos. Nunca se hizo cargo de ellos y dejó a muchas de ellas en precarias condiciones.
En 1892 contrajo de nuevo matrimonio. En esta ocasión fue una joven irlandesa, que no pudo retener a su lado al galán. Por suerte para ella, por supuesto.
Continuó frecuentando mujeres, sin ataduras, hasta que encontró la mujer que esperaba.
Camille Holland era una solterona victoriana que no esperaba ya encontrar un hombre con el que compartir su vida. Y tenía una considerable fortuna, a la que Samuel puso la vista encima.
Al encontrar a Samuel, creyó encontrar por fin a la compañía que tanto esperaba y comenzaron a establecer una relación.
Él le contó que estaba casado pero que el matrimonio estaba acabado, así que Camille decidió irse con él hasta Essex, un condado casi despoblado en el que encontraron una granja donde sembrar su amor.
Allí tomaron como interna a una jovencísima Florence, que atendía todas las necesidades del hogar.
La pareja medraba en el apacible pueblecito, en mitad del campo, pero…
Samuel no encontró allí lo que necesitaba. Al poco tiempo, la casa se le volvía a caer encima. La rutina y la única presencia femenina de Camille le exacerbaba. Necesitaba más mujeres, y se fijó en Florence.
Una noche, salió de su habitación y se dirigió hacia el dormitorio de la joven. Entró violentamente en ella, pero por fortuna, pudo escapar y se dirigió a la habitación de Camille. Esta le aconsejó que no le tuviera esto en cuenta a su compañero ya que seguramente se trataba todo de un momento de pasión desatada y no tenía importancia. Ella no quería aceptar la naturaleza de su esposo.
Florence se fue esa misma noche de la granja, dejándolos solos en ella.
A los pocos días, Samuel se hartó de su vida, cogió su escopeta y descerrajó dos tiros en la cabeza de Camille. Encontró un lugar solitario, en los lindes de su finca y la enterró.
Había conseguido imitar la firma de Camille y firmaba cheques que cobraba. Así consiguió, durante meses, conseguir el dinero de la mujer. Mientras, nadie sabía qué había pasado con ella, todos creían que estaba viva y en casa.
Sus correrías en el cercano pueblo comenzaron a circular historias sobre las correrías de Samuel con las jovencitas y sus devaneos con las jóvenes.
Se reconcilió con su mujer, la irlandesa y la hizo pasar por ella, pero lo abandonó pronto. Los sobrinos de Camille comenzaron a sospechar e iniciaron una investigación sobre su paradero, ya que hacía varios meses que no sabían de ella.
La policía llegó a la granja y finalmente, localizó el lugar donde enterró a su víctima y lo detuvieron. En el juicio fue declarado culpable de ese crimen y se intuyó su participación en las muertes de sus primeras esposas, aunque no se pudo demostrar. Finalmente, se le sentenció a muerte y se le ahorcó en 1903.