La ciencia forense ha sido una de las herramientas más poderosas para la resolución de muchos crímenes, quien lo duda. Los sistemas que hoy vemos en la televisión, en manos de valientes y aguerridos agentes de la policía científica, son los que hoy dan validez a las pruebas que permiten a los policías de calle acercarse sin dudas a los verdaderos culpables de los asesinatos que cometen.
Un gran hallazgo, una gran herramienta, que hoy es muy común, muy utilizada, pero que no siempre ha estado ahí.
Hubieron tiempos, no hace mucho, en los que las técnicas de identificación de cadáveres y sus asesinos no existían. Se hacía todo a ojo, e incluso no podían contar con la fotografía para determinar identidades y demás particularidades de víctima y verdugo.
Pongámonos, por ejemplo, en el Londres del siglo XVIII. Esta era la metrópolis floreciente de Europa, la capital de un Imperio que sobresalía entre los demás, y donde la población crecía sin mesura. Y con ella, los problemas y los crímenes.
El día 2 de mayo de 1726, unos caminantes ociosos se percatan que a orillas del Támesis se ve algo. Se acercan, curiosos, ya que, estúpida idea, les parece que se trata de una cabeza humana.
Y ante su estupor, se encuentran con que eso que parecía una cabeza humana, era realmente una cabeza humana. Medio enterrada en el fango, con la sangre todavía fresca, la cabeza entera de un hombre de mediana edad estaba con los ojos abiertos, buscando entre los paseantes a alguien que se apiadara de ella y la recogiera.
Y eso hicieron, la cogieron y la envolvieron con una tela, para llevarla hasta la comisaría más cercana.
¿De quien se trataba? ¿Quién era la víctima?
No se podía saber, no habían bases de datos, ni registros, así que tomaron una decisión lógica: cuanta más gente la pudiera ver, antes se podría identificar. Así que la empalaron en una estaca, junto a la Abadía de Westminster, a la vista de todos. Las autoridades exhortaban a los ciudadanos a que se acercaran y la miraran. Y desde luego, eso hicieron muchos londinenses. Incluso uno que creyó ver en esos rasgos ya casi pútridos a su vecino John Hayes. No pudo confirmarlo, ya que muchos creían identificar al muerto, con diversos nombres.
La policía metió la cabeza en una urna llena de ginebra, para protegerla de la decrepitud. Pero continuaron invitando a los ciudadanos a que pasaran por la comisaría y la miraran.
La persona que había identificado a John Hayes volvió, y entonces se aseguró que era él.
Enseguida avisó a su viuda, Catherine, y a otros vecinos. Esa cabeza que exhibían en la comisaría era la del carpintero John Hayes.
Obligada por los vecinos, Catherine fue hasta la comisaría. Allí comentó que su marido había desaparecido hacía unos días. Según ella, era un hombre violento, y había asesinado a sus dos hijos y posiblemente, había huido hacia América o cualquier otro lugar.
Pero los policías se mostraron la cabeza. Ella reaccionó como lo haría cualquier viuda que descubre que su marido ha sido salvajemente asesinado. Se lanzó contra la urna, asiendo la cabeza y llorando desconsolada. Sin embargo, algo debieron ver los agentes presentes, porque comenzaron a sospechar que Catherine ocultaba algo, que algo tenía que ver con la situación actual de su marido.
La metieron en una habitación y comenzaron a interrogarla. Ella insistía. Su marido había desaparecido hacía varios días, sí, pero ella no sabía nada sobre ese tema.
Ella sospechaba que había matado a alguien y que había huido, eso era todo. No tenía nada que ver.
Pero al final, acosada por las preguntas de los policías, acabó confesando. Sí, ella había provocado su muerte, pero no lo había hecho sola.
Thomas Wood y Thomas Billings, dos amigos de la familia, habían sido cómplices del crimen. Estos dos confesaron sin demasiados problemas.
Desconocemos los métodos de interrogación de la policía, pero lo cierto que pronto el caso estaba resuelto.
Alentados por Catherine, ambos habían ayudado a la mujer, emborracharon al marido y separaron la cabeza del tronco.
El motivo, dijeron es que golpeaba demasiadas veces a la mujer y lo merecía. Eso, y las 1.500 libras que les prometió Catherine.
Encontraron el cuerpo en un campo y le ajustaron la cabeza. Se confirmó la historia y los tres fueron condenados a morir. Ellos, colgados. Ella, quemada en la hoguera.
El verdugo debió de haberla estrangulado, pero falló en su labor. Cuando ardió la pira, Catherine despertó y fue quemada viva, entre gritos y un terrible dolor.
El escritor William Makepeace Thackeray se basó en esta historia para escribir su novela Catherine: A story, en 1839.
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