lunes, 19 de marzo de 2012

Juan Díaz de Garayo, el auténtico Sacamantecas


En la Álava del siglo XIX, una ola de asesinatos llevaron a las autoridades a buscar a un personaje terrible, que violaba, asesinaba y después, extraía las “mantecas” de sus víctimas antes de abandonarlas en el lugar de su muerte.

El responsable, se supo después, era Juan Díaz de Garayo.

No era esa realmente la conclusión de los asesinatos probados de este hombre maduro, ya que una investigación posterior consiguió demostrar que los asesinatos tenían por objeto paliar sus voraz apetito sexual y las cuchilladas posteriores provenían de una demente sed de sangre. Las condiciones de la época, obviamente, no pudieron ir más allá.

La historia sangrienta de Díaz de Garayo comenzó siendo él mayor, según se recoge en las crónicas de la época. Su primer asesinato tuvo lugar después de cumplir los 50.

¿Por qué motivo? Se supone que durante las décadas previas, había estado saciado, ya que estuvo casado en cuatro ocasiones. Según se puede leer en algunas crónicas, la primera esposa le mantenía bien atendido y nunca dio muestras de ser el asesino en que luego se convirtió. Pero esta mujer murió, igual que las dos siguientes. No se pudo establecer una relación del hombre con la muerte de las mujeres, pero a la vista de los sucesos posteriores, bien pudieron acabar muertas en sus manos.

Después de la muerte de sus esposas se mostraba más irritable que de costumbre. Era un trabajador de la tierra sobrio y serio, y su carácter era sombrío.

El 2 de abril de 1870 Díaz de Garayo discutió con una prostituta acerca del pago de sus servicios, y encolerizado, la acabó estrangulando. La violó una vez muerta y con un cuchillo, desgarró su vientre, sacando las vísceras.

Horrorizado, huyó del lugar y no se sabe si el horror que había protagonizado le impidió volver a matar durante meses, o es que los crímenes que pudiera cometer hasta el 12 de marzo del año siguiente, fecha de su segundo asesinato, no se pudieron relacionar con él.
El caso es que otra prostituta cayó bajo la mirada desquiciada de Juan, que volvió a violar el cadáver y a destriparlo sin contemplaciones.

Otra vez, el sacamantecas desapareció sin dejar rastro durante algo más de un año, sin que las autoridades pudieran desentrañar el misterio.

En 1872 los crímenes se producen con más frecuencia. El 2 de agosto asesinó a una niña de 13 años, y el 29 del mismo mes, a una prostituta no mucho mayor.

El mes siguiente, se cobra dos nuevas víctimas, el 7 y el 8, con apenas un día de diferencia entre ellas. Sus víctimas, una joven campesina y una mujer de 52 años, que son las últimas de las que se tienen constancia.
La investigación demostró, sin embargo, que hubieron varios intentos frustrados, por suerte de las mujeres que consiguieron escapar.

Su detención se produjo de forma muy curiosa. Se creó en torno a la figura del aseino la fama de Sacamantecas, es decir, un sicario que sacaba la grasa de los muertos para diversos usos nada claros. Una niña, al verle por la calle, comentó que “con esa cara, parecía el sacamantecas”. La poco agraciada cara de Juan le delató, pese a que la niña ni siquiera sabía de quien hablaba.

La policía, quizás algo desorientada y con pocas pistas, decidió interrogarle, casi por llenar expediente, y cual fue su sorpresa cuando, tras las primeras preguntas de rigor, confesó ser el autor de los crímenes. Al parecer, el mismísimo Satán se le aparecía por la noche y le impelía a cometer las atrocidades. 

Con demonio o sin él, se recabaron suficientes pruebas para condenarle al garrote vil, una sentencia que se consumó el 11 de mayo de 1881, a manos del más afamado verdugo de la época, Gregorio Mayoral.

lunes, 12 de marzo de 2012

Alfredo Galán, el Asesino de la Baraja que aterrorizó Madrid



Los psicokillers suelen ser personas que por algún motivo no encajan en la sociedad. Viven en un mundo diferente al resto, y creen que sus actos siempre están justificados. Y además, no suelen vivir  en nuestro país, ¿verdad?.

Pues no, en España también hay alguno de estos elementos, como hemos podido ir viendo en las últimas entregas. El más famoso de los últimos años es Alfredo Galán, al que los medios bautizaron como “El asesino de la Baraja”.

A los 26 años se presentó en una comisaría en Puertollano (Ciudad Real), autoinculpándose de una serie de crímenes cometidos por un misterioso asesino que firmaba sus asesinatos con una carta de la baraja española. Fue detenido y hallado culpable, ante las pruebas que se recogieron en su contra.

Ex-militar con misiones en Bosnia y en Galicia, donde colaboró junto a su Unidad para recoger el chapapote, era bastante inestable, y no consiguió entrar en la Guardia Civil una vez le dieron de baja en el ejército por depresión.

Sus andanzas comenzaron el 24 de enero de 2003 estacionó su vehículo en la calle Alonso Cano de Madrid y se dirigió calle abajo. Vio un portal entreabierto y se dirigió a la vivienda del portero, Francisco Ledesma, de 50. 

Está desayunando junto a su hijo de dos años, y es sorprendido por Alfredo, que saca una pistola y le obliga a arrodillarse de espaldas a él. Disparó una vez, pero no estaba amartillada. Ante las súplicas del hombre, que se preocupa por la suerte que correrá su hijo, Alfredo dispara otra vez, esta vez con bala, en la nuca del hombre, en presencia de su hijo.

El 5 de febrero ejecuta a su siguiente víctima. Juan Carlos Martínez acabó su turno en el Aeropuerto de Barajas y esperaba al autobús en la parada a las dos de la madrugada. Alfredo se acercó a él y le obligó a darse la vuelta. Sin más, le disparó en la nuca, matándolo sin más. En ese crimen dejó un recuerdo, un aviso. Una carta. El As de copas.

El mismo día, a las cuatro de la tarde, se dirigió hasta un bar de Alcalá de Henares. Allí, disparó contra el camarero en la frente, causándole la muerte inmediatamente. Se giró y disparó en el ojo a una mujer que estaba hablando por teléfono, matándola también. La madre del camarero, y propietaria del establecimiento, recibió tres disparos por la espalda, mientras intentaba escapar. No murió, pero quedó muy malherida.

El 7 de marzo continuó con su brutal caza. Se trató en esta ocasión, de una pareja que paseaba por Tres Cantos. Santiago Eduardo Salas, estudiante ecuatoriano que está en España para realizar un master, resultó herido en la mandíbula. Ana, su amiga española, se salvó porque la pistola se encasquilló. Al huir del escenario del crimen, lanzó una carta al suelo. Era el 2 de copas.
La policía comenzó a atar cabos y a buscar a un asesino en serie, ya que las balas provenían de la misma pistola. 

El tres y el cuatro de copas llegaron unos días después, y fueron una pareja rumana que fueron tiroteados. Él murió en el acto y ella unos días después.

La pistola se identificó como una Tokarev, un arma de fabricación soviética que confundió a la policía, ya que no es un arma muy común en nuestro país.

Finalmente, el mismo asesino se entregó en Puertollano, y aportó suficientes pruebas para ser condenado por los crímenes, aunque la pistola no apareció nunca.  Fue condenado a 142 años por todos los asesinatos e intentos frustrados.

domingo, 4 de marzo de 2012

Pepillo Cintabelde, el asesino "Cintas Verdes"


Tener una afición no es que sea algo malo, en absoluto. El problema puede venir cuando a esa afición se une la oscura mente de un asesino y un ladrón. La afición a los toros fue la causante, o al menos la excusa, para uno de los crímenes más escabrosos que vivió la provincia de Córdoba, el año 1890.
El 27 de mayo de ese año se produjo un acontecimiento grande en la plaza de toros de la capital andaluza: esa tarde toreaban juntos “Espartero”, “Lagartijo” y “Guerrita”, tres grandes de la época, cuya faena nadie quería perderse.
El asunto comenzó cuando un hombre nervioso llegó hasta el cuartel de la Guardia Civil de Córdoba y se derrumbó llorando en el despacho del Teniente Paredes. Se identificó como Braulio, el esquilmero de la finca “El Jardinito”, a la sazón propiedad del Duque de Almodóvar del Valle.
Entrecortadamente, contó como se había encontrado muertos al guarda, Pepe Vello, al arrendador, Rafael y a la casera, Antonia.
Alertados por el suceso, el teniente Paredes cogió a dos agentes y se dispuso a acompañar al empleado hasta el cortijo, con la intención de comprobar los hechos e investigar las muertes.
De camino, encontraron el cuerpo de José Vello, el guarda, con un disparo en el pecho. Unos metros más allá se pararon ante el cadáver de Rafael Balbuena, asesinado también por un disparo en el pecho.
Al llegar al cortijo, se acercaron hasta la casa, donde yacía, todavía viva pero herida de muerte, Antonia Córdoba, la casera.
Paredes intentó averiguar quien había sido el responsable del crimen, y consiguió obtener las últimas palabras de Antonia: “Cinta Verde”.
El teniente anotó en su cuaderno “Cintas Verdes o Cinta Verde”, y asumió que se trataba de un apodo, el malnombre del asesino.
Uno de los guardias reclamó entonces su atención, ya que había encontrado algo. Se trataba de dos de las hijas de Antonia, de tres y seis años. Ambas están degolladas y sus cuerpos sin vida, yacen en el suelo.
Un llanto ahogado les sacó de su conmoción. La hija pequeña de Antonia se había refugiado dentro de una tinaja y había conseguido sobrevivir a la terrible carnicería.
La niña, ya en brazos del Guardia Civil, consigue decir: “Cinta Verde, malo”. Una vez más, el nombre del asesino.
En la casa, descubrieron que se habían abierto armarios y forzado los arcones, incluso en la habitación de Antonia.
El Guardia Civil decidió preguntar a sus hombres si alguien conocía a algún paisano llamado así, hasta que un policía le contestó que podría tratarse de Pepillo Cintabelde, un ex-agente que había sido expulsado por ladrón unos años antes.
Junto al compañero de Cintabelde y dos agentes más, Paredes se dirigió a la casa de Pepillo, donde la mujer les dijo que se había ido a la corrida, que no había querido ni comer. Se había cambiado y había ido hasta la plaza de toros, sin pararse ni un momento.
Procedieron a registra la casa y no tardaron en encontrar una pistola y una camisa manchada de sangre. Ya tenían al asesino del cortijo “El Jardinito”, pero debían detenerlo antes de que huyera y se escondiera en el monte.
El Teniente fue a ver al gobernador de Córdoba, y le solicitó una cosa inédita en una corrida de toros, y más, en una de estas categorías. Pidió que tras la celebración, el público abandonara la plaza de uno en uno, para poder identificar y detener al asesino.
Así, tras la corrida, los agentes se apostaron en los accesos de la plaza, controlando, uno por uno a todos los asistentes. Finalmente, uno de los antiguos compañeros de Pepillo lo reconoció y lo detuvo.
Se le incautaron veintitrés duros de plata, que provenían, sin duda, del asalto al cortijo.
Todas las pruebas que le presentaron para que confesara no lograron que dijera nada, y negó una y otra vez su participación en los hechos. Hasta que Paredes le dijo que Antonia le había delatado antes de morir.
Entonces se derrumbó y confesó. Antonia solía darle dinero para sus vicios, y al negarse a darle para la entrada a la corrida, decidió matarla. Luego, descubierto por los dos hombres, los mató también.
En cuanto a las niñas, su explicación fue que “las niñas tienen lengua como los mayores”. Las mató para que no dijeran que había sido él.
Se mostró desafiante durante todo el juicio, pero al ser condenado a cinco penas capitales, se derrumbó. La sentencia se cumplió dos meses después.