lunes, 28 de abril de 2008

Albert de Salvo, el presunto estrangulador de Boston


La personalidad de los psicokillers, como ya sabemos, suele estar predeterminada desde la infancia. Los comportamientos antisociales y crueles en estos primeros años de existencia son determinantes en sus correrías criminales.

Es el caso de Albert de Salvo.

Nació el 31 de septiembre de 1931 en el seno de una familia desestabilizada por el mal carácter de su padre. Al parecer, se encargaba de descargar su ira sobre los seis hermanos y su madre. Los continuos golpes y abusos de su progenitor propiciaron que el joven Albert abandonase la unidad famililar pronto y se criase en las calles, lejos del asfixiante ambiente familiar. Pequeños hurtos y pendencias son el bagaje de esa temporada, en la que pasó varias noches en los calabozos de la comisaría.

Mientras, su madre se volvió a casar y decidió dejar a Albert a su destino, mientras ella rehacía su vida junto a su nuevo esposo.

Él, en cambio, decidió alistarse en el ejército y fue destinado a Alemania. Allí conoció a Irmgard Berk, hija de una respetable familia, de la que se enamoró y con la que contrajo matrimonio.

Los problemas de la nueva familia De Salvo comenzaron cuando Irmgard tuvo su primer hijo. Unos problemas en el parto propiciaron que la mujer cogiera aprensión al sexo y a raíz de esto, Alberto comenzó a buscarlo en otras mujeres.

A su regreso a los Estados Unidos, comenzaron los problemas para Albert.

La prensa comenzó a publicar las noticias referentes a un asesino en serie que aterrorizaba Boston.

Sus víctimas eran estranguladas y comprendían edades entre los 19 los 85 años. Todas eran violadas antes y sus cuerpos sin vida eran encontrados a las pocas horas en sus casas.

La primera de ellas fue Anna Slesers, de 55 años. Su cadáver fue hallado por su hijo. Al llegar a casa se encontró con una escena dantesca. El domicilio estaba completamente revuelto, como si lo hubieran asaltado y robado, y el cuerpo de su madre estaba desnudo y con claros signos de haber sido violado. El cordón de la bata había sido el arma homicida.

Ese 14 de junio de 1964 comenzaba la leyenda del Estrangulador de Boston.

Dos semanas después fue asesinada Nina Nichols, de 65 años. En esta ocasión fueron las medias el objeto con que terminó con su vida. Otra vez, el domicilio estaba revuelto, como si se hubiera producido un robo.

Los investigadores se dieron cuenta entonces de un detalle: en el suelo aparecieron varios dólares y objetos de valor. Todo parecía una estrategia para confundir las investigaciones y el auténtico móvil del crimen.

En el mismo día, apareció muerta Helen Blake, de la misma edad, a unos quince kilómetros de distancia del hogar de Nina. El apartamento de esta infeliz también presentaba signos de asalto.

La alarma social comenzó a extenderse y la policía hizo un llamamiento para que las mujeres de Boston no permitieran la entrada a sus hogares de extraños y extremaran la precaución.

Las muertes se sucedían, y la edad comenzó a variar. Ya no se trataba de mujeres blancas maduras, sino que comenzaron a aparecer los cadáveres de jóvenes de entre 20 y 30 años, una de ellas afroamericana.

Pronto se encontró una descripción del asesino, aunque confusa. Una testigo aportó una declaración en la que afirmaba haber visto como un hombre de unos 30 años entraba en el apartamento de la última víctima. Allí, además, se encontraron restos de semen.

En otra ocasión, la policía se desconcertó, al encontrarse un cadáver asfixiado, como los otros, pero con 22 puñaladas. El cuchillo se halló en la cocina.

Las autoridades se desesperarona. ¿Era todo obra de un desequilibrado o habían varios asesinos sueltos?

Para intentar avanzar, el Fiscal General de Boston acudió a Peter Hurkos, un mentalista que tenía cierta fama en esa época.

Las dotes de Hurkos se revelaron muy útiles. Fue capaz de aportar detalles que no podía conocer e incluso descartó una foto que no correspondía con el caso, y que había sido colocada por la policía para probar al “detective psíquico”. Y todas las fotos, por cierto, estaban boca abajo, por lo que las descripiciones que hacía de ellasHurkos, sin verlas, dejaban asombrados a los agentes.

Los indicios obtenidos por la intervención de Hurkos condujeron a la detención de un exhibicionista y fetichista, que recibió el nombre de Thomas O’Brien para proteger su identidad real.

Por desgracia, la policía determinó que este personaje no era el culpable de los asesinatos, por lo que lo soltaron inmediatamente. El asesino continuaba suelto.

Una llamada disparó los acontecimientos. Una mujer denunció que un individuo entró en su casa, y al comprobar que también estaba su marido, salió corriendo. La identificación como Albert De Salvo fue positiva y fue detenido.

Confesó sus asesinatos y fue condenado a cadena perpétua en 1966. Falleció en 1973, víctima de un compañero de celda, que lo apuñaló.

Hasta aquí, nada destacable, pero las dudas afloraron casi inmediatamente después de su detención.

Las confesiones eran bastante precisas, pero en los 13 asesinatos que se le adjudicaron habían algunos que no correspondían a su modus operandi. Quizás Albert De Salvo era el Estrangulador de Boston, pero ¿era realmente el culpable de todos los asesinatos referidos?

Incluso los familiares de algunas victimas lo dudan. Es posible que en algún lugar de Boston, otro Estrangulador continúe libre, quizás encubierto por el propio De Salvo.

Su vida ha dado lugar a la película “El Estrangulador de Boston”, con Tony Curtis en el papel del asesino e inspiró el film “Copycat”, con Sigurney Weaver y Holly Hunter.

domingo, 20 de abril de 2008

Adolfo de Jesús Constanzo, el “Narcosatánico


¿Qué alienta a un asesino a cometer los atroces actos que deja tras de sí a lo largo de su vida?

Una pregunta difícil, muy difícil de contestar…

En unos casos es el ansia de poder sobre sus víctimas, el poder sobre una presa sometida. En otros, se trata simplemente de desahogar una ira o una frustración arraigada en su mente. En otros casos, la pura demencia es la responsable.

Y en el caso que ocupa hoy la Crónica Negra, se trata de la religión, una manera extraña, perversa, de entender lo que debería ser una corriente filosófica y vital.

Y eso que la religión de la que Adolfo de Jesús Constanzo era sacerdote era de origen africano y sus métodos, muy alejados de lo que se considera aceptable.

Y es que el Palo Mayombe, una religión santera ampliamente arraigada en Haití y otras partes de Sudamérica puede contener algunos sacrificios, que también pueden ser humanos, para desgracia de los infortunados que caigan en sus redes.

Y es que Adolfo se crió con la santería en casa, ya que su madre, una cubana en el exilio, afincada en Miami, ejercía como santera. Su infancia fue dura, y tanto él como su progenitora fueron arrestados en varias ocasiones por vandalismo, robos y otros delitos menores. Ella siempre creyó que su pequeño hijo, al que tuvo a la edad de 15 años, tenía ciertos poderes psíquicos, que le ayudaron, en teoría, a predecir el atentado a Kennedy.

De cualquier forma, Adolfo se hizo discípulo de un sacerdote del culto, quien dicen que le enseñó ciertas prácticas para comenzar a ejercer como narcotraficante y preparar estafas relacionadas con la religión que ambos profesaban.

La carrera del llamado “Narcosatánico de Matamoros” había comenzado.

Con sólo 27 años, edad con la que fue detenido, había tejido un complejo entramado en el que el tráfico de marihuana desde Matamoros, ciudad fronteriza con Estados Unidos hacia este país era sólo la punta del iceberg.

Las investigaciones que comenzaron a descubrir la trama en que se había sumergido este brujo se horrorizaron al encontrar toda la maldad que vieron.

Entre sus esbirros y colaboradores, por cierto, se encontraban nombres relacionados con la Policía mexicana e incluso políticos locales.

Muchos personajes importantes de la sociedad mexicana, e incluso estadounidense, acudían a Adolfo para que este realizará algún sortilegio que le facilitara un negocio, le protegiera frente a un enemigo o maldijera a un enemigo, bajo los auspicios del Payo Mayombe, en una interpretación totalmente desquiciada de esta milenaria religión.

Paralelamente, un nutrido grupo de seguidores se encargaba de ir captando nuevos adeptos, auténtica carne de cañón para cumplir con sus negocios como narcotraficante.

Para ello, contó con la inestimable ayuda de una joven norteamericana. Joven, hermosa, activa y con unas grandes dotes para convencer a los incautos, Sara Villarreal Aldrete se convirtió en su amante y confidente, en su mano derecha

Los jóvenes incautos, o quizás no tanto, comienzaron a interesarse por las actividades de los “narcostánicos”, y se unen a la comunidad. Adolfo les aseguró que no tendrían que preocuparse más del dinero, ni de la moral imperante. Se convertirían en seres invulnerables, invisibles y poderosos, si siguen sus indicaciones.

Para ello, tenían que consumir una ganga, un brebaje que debían beber caliente, y que estaba compuesto por diversos ingredientes secretos. Entre ellos, el cerebro de una persona (mejor de un asesino o un loco, decían), varias extremidades amputadas, sangre humana, alcohol y otras substancias.

Para conseguirlas, no dudaban en secuestrar a turistas, vecinos de ambas partes de la frontera y ejecutarlos en asesinatos rituales.

En ocasiones, era Sara la que ejecutaba personalmente al incauto. Le colgaban de una soga, de manera que pudiera agarrarse con las manos, luchando para sobrevivir. Mientras se afanaba por respirar, bajaban la soga hasta un caldero con agua hirviendo, y por el camino, Sara le cortaba el miembro viril y los pezones con unas tijeras. La agonía duraba varias horas, e incluso en alguna ocasión, le abría el pecho con un gran cuchillo y todavía vivo, le arrancaba parte del corazón de un mordisco, mientras el pobre infeliz, todavía consciente y forzado a verlo todo, gritaba de puro dolor.

Mark Kilroy fue uno de las víctimas, y con parte de su columna vertebral, Adolfo se confeccionó un alfiler de corbata.

Finalmente, las autoridades consiguen suficientes pruebas para encerrar al lider de la secta y a todos sus acólitos, y comienza una persecución por todo México, que termina en un edificio de la capital.

El día 6 de mayo de 1989 la policía arrinconó a Adolfo, Sara y otros miembros de la banda y comienza un intenso tiroteo. Antes, el Padrino satánico había intentado negociar con las autoridades: si no les apresaban, daría todos los nombres de sus “clientes”, para que pudieran detenerlos.

Pero los doce asesinatos probados pesaban más que esta propuesta, y la policía estaba dispuesta a arrestarlo o liquidarlo.

Ante la presencia policial, los asesinos optaron por el suicidio. Adolfo se escondió en un armario y pidió a uno de sus secuaces que acribillara el mueble con él dentro. Quintana, su lugarteniente también se disparó y sólo tres personas quedaron vivas para ser detenidas. Una de ellas, Sara. Su testimonio fue vital para esclarecer las circunstancias de la tétrica historia.

Así terminó una época de terror y muertes atroces en México, que sirvió para que Álex ce la Iglesia creara una película basada en las correrías de estos dos psicokillers y sus compinches, con el título de Perdita Durango. Según el director, en la cinta suavizó los hechos porque sino, “nadie los habría creído”.

lunes, 14 de abril de 2008

Anatoli Onoprienko, la bestia de Zhitómir


Si bien Estados Unidos es el escenario de muchas de las andanzas de los tristemente célebres protagonistas de estas páginas, otros países han sido elegidos por estos dementes para realizar sus horribles crímenes.
Rusia y sus satélites también tienen su larga lista de personajes terribles (que no se limita a Stalin y Rasputín) y que en tiempos cercanos, muy cercanos, han ocupado páginas y páginas de periódicos.
En Ucrania se recuerdan dos nombres, dos personas que han segado decenas de vidas y que vieron acabar el siglo pasado. En el caso del que nos ocupa hoy, permanece en prisión a la espera de que se cumpla la pena de muerte, que pese a quedar congelada por decisión gubernamental, los ciudadanos exigen año tras año para este individuo.
Anatoli Onoprienko se considera a sí mismo “el mejor asesino del mundo”. En una nota distribuida por sus abogados asegura que “no me arrepiento de nada, y si pudiera, sin duda volvería a hacerlo”.
Volvería, si pudiera, a contabilizar 52 personas cruelmente asesinadas. De estas, 10 fueron niños y bebés.
El tiempo comprendido entre 1989 y 1996, año en que fue detenido, se considera en el país del Este como una época negra, oscura y llena de terror.
El origen del oscuro asesino parece remontarse a la infancia. Que extraño, ¿verdad?
Según confesó en el largo y problemático juicio, su madre murió cuando él contaba con cuatro años y había sido abandonado por su padre y su hermano en un orfanato, donde creció en un ambiente desde luego nada aconsejable.
Una vez con posibilidades de salir de allí, se enroló en la Marina Soviética, con la que viajó a lo largo y ancho del mundo. Uno de esos viajes le llevó hasta Rio de Janeiro, donde quedó cautivado por la imagen que ofrece el Cristo de Corcovado, que con sus brazos abiertos domina la ciudad.
La figura le marcó, de tal manera que en su mente, todas sus acciones posteriores eran marcadas con una cruz, en recuerdo de esta famosa figura.
Tras el paso por la Armada, fue bombero en la ciudad de Dneprorudnoye, donde se le calificó como un hombre “duro pero justo”.
Y con todo esto, llegamos a 1989.
El lugar, la región de Zaporijia. Onoprienko da el alto a un coche, que le evita e intenta escapar. Dispara con una escopeta contra el vehículo y mata al conductor. Luego, mata a la mujer, en el asiento del copiloto y masacra a los dos niños de la parte trasera con un cuchillo, mientras lloraban desconsolados.
“No quisieron detenerse ante la orden del diablo”, dijo en el juicio, en el que dio todo tipo de detalles acerca de este crimen, del que dijo que “era el principio del juego”.
Con nueve muertes a sus espaldas y con la policía estrechando el cerco sobre el asesino, decidió huir del país, y desplazarse a otros lugares para pasar desapercibido. Salió sin visado y llegó hasta Austria, desde donde pasó a Francia, Grecia y Alemania, donde cometió diversos robos e incluso pasó una temporada en prisión.
Expulasado y repatriado, volvió a Ucrania, y en esta época es cuando explotó la bestia.
Seis meses, medio año de auténtica locura y de horror desatado.
Dos mil agentes de policía, investigadores de la Policía Federal y Local, se movilizaron para encontrar a quien ya se consideraba una bestia satánica, un animal furioso que debía ser detenido a toda costa. Incluso se movilizó una división del Ejército para encontrarlo y acabar con él.
De octubre de 1995 hasta marzo de 1996 Ucrania recibió el más duro golpe de su historia reciente, sólo superado por la tragedia de Chernobyl. Cuarenta y nueve personas asesinadas sin piedad, sin más motivo que el ser robadas y todas ellas, por la mano de un mismo hombre.
El relato de las correrías de Onoprienko continuó durante el juicio.
En la Nochebuena de 1995, la familia Zaichenko disfrutaba de una agradable cena navideña, cuando Anatoli decidió entrar en su vivienda. Era una casa apartada, y aprovechó el momento. El padre murió a consecuencia de los disparos, pero la madre y los niños cayeron por las cuchilladas que el psicópata les propinó, uno a uno.
Después, incendió la casa, no sin llevarse un botín de la misma: un par de alianzas de oro , un crucifijo del mismo material y dos pares de pendientes. En eso valoró Onoprienko la vida de la familia.
Seis días más tarde, otra familia fue víctima de sus andanzas.
Rompió la ventana de la casa con un hacha y esperó a que saliera el padre. Lo mató con la herramienta y luego atacó a la mujer. Entró en la casa y asesinó al hijo menor, mientras la hija mayor, también de corta edad lloraba aterrorizada. A ella, la decapitó. Todo esto lo relataba con una tranquilidad pasmosa frente a los familiares de sus víctimas.
Una casualidad llevó a su detención, y el hallazgo de posesiones de los asesinados en su apartamento le condenó sin remisión.
En el juicio fue declarado en su sano juicio, y la condena a muerte ratificada por clamor popular, aunque todavía no se ha cumplido, a tenor de la moratoria de Unión Europea.
pea.
Hace unos días, Onoprienko ha vuelto a ser noticia. Ha declarado, desde su confinamiento, que "una voz intergaláctica" le impele a volver a matar, a cometer atrocidades. Por suerte, está a buen recaudo y no va a poder escapar para incrementar su ya larga lista de asesinatos.

[ACTUALIZACIÓN]: Onoprienko falleció el 27 de agosto de 2013 a causa de un ataque de corazón. Nunca se arripintió de sus crímenes y poco antes de morir aseguró que no tendría problemas en volverlos a cometer.

lunes, 7 de abril de 2008

Robert Berdella, el coleccionista de Kansas


Una infancia problemática, lo sabemos, es el detonante de los terribles actos de los que voy dando fe en esta tú sección. No es una excepción en el caso que ocupa hoy esta página, el caso de Robert Berdella, que tuvo su escenario de actuaciones en el número 4315 de la calle Charlotte de Kansas City.

Este católico desengañado fue bautizado a la tardía edad de doce años, y creció en el seno de una familia de la que no se sabe nada, pero que marcó su vida de manera trágica.

Sólo se tiene constancia de un hermano llamado Daniel, siete año menor que él y que su padre falleció cuando él contaba con 16 años. Su madre se relacionó con otro hombre, una situación que el joven no aprobaba y no llegó a superar.

Otro condicionante que llevó a Robert a actuar de la manera en que actuó fue el visionado de una película cuyo argumento le marcó de por vida. En ella, un hombre decide secuestrar a una joven para que se enamore de él.

Sin miramientos, somete a la muchacha a unas largas jornadas de cautiverio hasta que, finalmente, logra su objetivo.

La cinta es El Coleccionista, y el final del film pareció encajar en su idea de amor posesivo.

Su obsesión comenzó a aflorar, al parecer, tras sufrir una violenta violación en uno de sus trabajos, a una todavía tierna edad, por parte de un compañero.

Pero la historia comienza cuando Robert sale de su Cuyahoga Falls, su pequeño pueblo de Ohio y se instala en Kansas City, donde se matricula en el Instituto de Arte de esta ciudad. Además, se inicia su contacto con las drogas y el alcohol, dos adicciones que se unen para desequilibrar aún más su frágil mente.

Abandonó el Intituto de Arte a los 20 años, en 1969, y comenzó a trabajar en un restaurante como cocinero, una profesión en la que llegó a destacar durante años.

Con el sueldo ganado en estos trabajos compró su casa en Charlotte Street, el lugar que se hizo tristemente célebre al poco tiempo, y en la que vivió una vida aparentemente ejemplar y que le hizo ser muy considerado en su comunidad, donde llegó a montar una patrulla vecinal para combatir el crimen en el barrio. Qué curioso que estos psicópatas tengan una vida tan ejemplar de cara a sus vecinos…

Al poco, abandona su trabajo como chef y abre una tienda de artículos de coleccionista, claramente influenciado por la película que tanto le marcó. Al mismo tiempo, él mismo comienza a coleccionar todo tipo de objetos de mercadotecnia, pero también pequeños “recuerdos” de sus víctimas, una vez comienza a ser más activo en los crímenes.

Berdella era homosexual, y mantenía relaciones con varios hombres, aunque no conseguía mantener una relación estable.

Rompió con un veterano de Vietnam y comenzó a frecuentar la compañía de chicos de compañía, algunos de los cuales llegaban a compartir su vivienda, a cambio de alojamiento y manutención.

En algún momento, parece ser que ocurrió algo que desencadenó la tragedia, pero no se sabe qué fue, si es que realmente necesitó un detonante para convertirse en un asesino.

Jerry Howell fue su primera víctima. Al parecer, Jerry le debía a Robert una cantidad de dinero y este no tenía intención de devolvérselo.

El 4 de julio de 1984 lo recogió y lo llevó a su casa, donde brindaron por el Día de la Independencia. Eso sí, la copa de Jerry contenía una fuerte dosis de calmantes, que lo durmieron en el acto. Robert lo violó repetidas veces, utilizando incluso un pepino, hasta que el cansancio lo venció. Durante varios días lo tuvo sedado y le administraba, además diversos cócteles químicos que acabaron matándolo. Berdella quiso pensar que fue su propio vómito el que lo mató, en descarga a su culpabilidad.

Lo cierto es que debía deshacerse del cadáver, y lo hizo como sólo los auténticos psicópatas saben: lo troceó y lo sacó a escondidas hasta el contenedor de la basura.

Emocionado, escribió todo lo sucedido en un diario que conservó y actualizó con frecuencia.

Robert Sheldon sufrió las mismas torturas que Howell, pero el sadismo había despertado en Robert y añadió la mutilación a los castigos. Destrozó a golpes sus manos y lo cegó con cola, creando un esclavo sexual que no podía huir de su tenaza.

Una visita inesperada propició que, para silenciarlo y que no molestara, le tapara la cabeza con una bolsa de plástico y así, Sheldon se ahogó. En esta ocasión, se guardó la cabeza, que enterró en el patio de la casa.

A Mak Wallace, además, le aplicó varias descargas eléctricas, y a James Ferris le mató una sobredosis de calmantes, que le libró de la tortura que le esperaba.

Después fue el turno de Todd Stoops, un hombre fuerte que, sin embargo, cayó bajo las torturas de Berdella y murió tras varias semanas de atroz sufrimiento.

Era el año 1986.

Finalmente, la última victima mortal de Robert Berdella caía tras prestarse a colaborar con él para intentar huir de una muerte cruel. Era Larry Pearson, al que seguiría Chris Bryson.

Este consiguió escapar una tarde en que Robert había salido. Se soltó de la cama y saltó por la ventana, vestido sólo con un collar de perro. La suerte quiso que un vecino le viera y avisara a la policía.

Los agentes no creían en la fantástica historia de Chris, pero consiguieron una orden de registro y entraron en la casa de Robert.

Bryson había sufrido todas las torturas que Robert acostumbraba a propinar a sus “amantes”, y las pruebas estaban a la vista. Además, se encontraron varios restos, entre ellos dos cráneos y detuvieron a Robert Berdella.

Finalmente, murió el 8 de octubre de 1992, a causa de un ataque al corazón que le sorprendió mientras cumplía condena.