martes, 26 de febrero de 2008

Manuel Delgado Villegas, un asesino con nombre de dulce

Estados Unidos ha sido, por cosas que no se aciertan a explicar, caldo de cultivo de estos personajes oscuros, también es cierto que muchos de ellos llegaron a ese gran país procedentes de nuestro viejo continente. Lo hemos ido viendo a lo largo de los distintos artículos dedicados a ellos, pero lo que también es cierto que en Europa han quedado muchos de ellos.

E incluso nuestro país ha sido protagonista de esta Crónica Negra, en la figura de alguno de los más sanguinarios asesinos en serie de las páginas de sucesos.

Uno de los que más nombre ha tenido, a causa de su crueldad y su activa carrera como asesino ha sido el de Manuel Delgado Villegas, llamado “El Arropiero”.

Este psicokiller español nació en 1943, unos años después de la funesta Guerra Civil, que marcó con sangre y fuego la vida de los españoles durante años.

Su familia era humilde, y su padre se ganaba la vida vendiendo arrope, un popular dulce realizado a base de higos, que hoy continúa siendo tan sabroso como entonces.

La muerte de la madre desencadenó el abandono por parte de su padre y Manuel comenzó un peregrinaje por casa de varios parientes.

La situación no era nada halagüeña. Las palizas se sucedían y los malos tratos provocaron una apatía en el colegio y en su vida social. No consiguió aprender a leer ni a escribir, y su comportamiento se tornó violento y agresivo.

Su sexualidad se decantó hacia la ambigüedad, y disfrutaba de encuentros con personas de ambos sexos, lo que ayudó a desequilibrar una mente que ya se debatía entre la normalidad impuesta y su realidad.

También padecía anaspermatismo, una enfermedad que se caracteriza por la ausencia de eyaculación, por lo que gozaba de cierta fama de “durar” en las relaciones, y se ganó el aprecio de prostitutas y homosexuales.

Su vida, sin embargo, distaba de ser un lecho de rosas. Frustrado por no poder obtener un orgasmo, entró en una espiral de autodestrucción que le llevó a alistarse en la Legión.

En esos años conoció y se aficionó a la marihuana y otras substancias adictivas, lo que le valió el ingreso en un centro de desintoxicación. Sin conseguir limpiar su organismo, comenzó a padecer ataques epilépticos, no se sabe con certeza si fingidos o reales, que provocaron su expulsión del cuerpo.

Comenzó entonces una temporada como mendigo, viajando por la costa mediterránea con el pillaje, la prostitución y el robo como fuentes de financiación. La Ley de Vagos y Maleantes, la tristemente popular “Gandula”, le catalogó como persona problemática y fue detenido en múltiples ocasiones, aunque nunca llegó a ingresar en prisión, quizás por sus continuos ataques epilépticos.

Pasaba unos días en un centro psiquiátrico y volvía a la calle, a continuar con su carrera delictiva.

Todo cambió a los 20 años de edad, en 1964. Su lista de delitos no pasaba de pequeños robos, proxenetismo y paso clandestino de fronteras. Nada grave hasta el momento.

En Garraf, una localidad cercana a Barcelona, se desencadenó la verdadera tragedia, el suceso que cambió la vida del “Arropiero”.

Se acercó a un hombre que descansaba en la playa. Se acercó y le golpeó con una piedra en la cabeza. Una vez muerto le saqueó los bolsillos. No sacó mucho: apenas unas monedas y un reloj. Comenzaba la terrible carrera del mayor asesino de los últimos tiempos en España.

Tres años pasaron hasta que la mente de Manuel se atreviera a cometer otro asesinato, que en esta ocasión tuvo como escenario la paradisiaca Ibiza.

Una joven de 21 años, cuyo novio había dejado en su apartamento, fue la víctima en esta ocasión.

En Madrid fue un conocido publicista, y en Barcelona, a uno de sus clientes sexuales. El empresario le prometió un dinero extra por la sesión habitual, pero al final, se negó a pagarle, y por ello, murió.

En 1969 mató a una mujer de 68 años y mantuvo relaciones con su cadáver durante tres noches seguidas.

Su locura no sólo no cesaba, sino que crecía con el tiempo.

En 1970 comenzó el principio del fin para su carrera delictiva. En el Puerto de Santa María, Cádiz, se reunió de nuevo con su padre, y comenzó una vida de trabajo junto a él en el pueblo.

Allí comenzó a salir con una muchacha que era conocida por su afición a los hombres. Disfrutaban de su relación como cualquier pareja, hasta que una noche, Manuel entabló una discusión con ella. Ella le insultó, diciéndole que no era hombre y que muchos habían estado con ella antes que él, y muchos lo estarían después. Manuel entró en cólera y la estranguló con sus propios leotardos. Ocultó el cuerpo en unos matorrales y volvió al pueblo.

Visitó el cuerpo en tres ocasiones más los días siguientes, hasta que, por fin, la Policía lo detuvo con la acusación de asesinato.

La lista de víctimas se reveló extensa. Sus viajes por Francia, Italia y la propia España dejaron un reguero de sangre, aunque sólo se pudieron probar ocho. Quedaban pendientes catorce más, que se investigaron sin éxito y otras 26 confesadas por él mismo.

Narró con exquisito detalle cada uno de los asesinatos, pero ni así consiguieron meterle en prisión. En base a la Ley de Enjuiciamiento Criminal se emitió un auto de sobreseimiento libre, por el que quedó archivada la causa y se le internó en un centro psiquiátrico penitenciario. Estuvo en Carabanchel, aunque visitó otros. Tras más de 20 años, acabó en Foncalén (Alicante), donde murió a causa de una Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica el día 2 de febrero de 1998.

domingo, 17 de febrero de 2008

Elizabeth Bathory, la Condesa Sangrienta


Hay épocas en que la vida humana no ha valido mucho. Las costumbres de determinadas clases sociales, en algunos países han creado abismos entre ricos y pobres, entre poderosos y serviles. Unos, alimentados por su pretendida superioridad, han abusado de los segundos, privándoles de derechos e incluso, de su vida.
Pero incluso en esas épocas de desmanes, algunos nobles han cruzado líneas que incluso para sus respectivos cánones morales.
Uno fue Gilles de Rais, de cuyas acciones ya di buena cuenta en estas páginas, pero la Crónica Negra no estaría completa si no apareciera en ella Erzsebet Bathory, la Condesa Sangrienta.
Entre la leyenda y la historia, la vida y crímenes de Elizabeth Bathory han quedado grabados en fuego en las mentes de las gentes de Centroeuropa, donde unos la consideran un monstruo, y otros, una heroína nacional.
Nació en 1560, en el seno de la familia más poderosa de Hungría. Su primo fue Primer Ministro, y su tío, Rey de Polonia, por lo que su nivel social era el más elevado que existía en su época.
Como en tantas ocasiones, fue prometida a muy tierna edad, a los once años, a un importante caballero transilvano, el conde Nadasdy. Vivió durante unos años con la familia de este, antes de contraer matrimonio, y fue en esos años cuando se creó una fuerte enemistad con su suegra, a la que plantaba su apellido, de más ráncio abolengo, para enfurecerla.
A los quince años, contrajo nupcias con el joven, aunque mayor que ella noble, y se asentaron en el castillo que la familia tenía en Transilvania.
Su esposo era un poderoso guerrero, y con frecuencia partía a la batalla en cualquiera de los conflictos que asolaban la zona, dejando a la joven Elizabeth en la fortaleza.
Esta comenzó a rodearse de alquimistas, brujos y sabios, que le comenzaron a iniciar en sus artes y a contarle mitos y crear leyendas acerca de los poderes regeneradores de la sangre.
No le preocupaba esa cuestión por el momento, ya que era joven y hermosa.
En unos años llegaron cuatro hijos, que la mantuvieron ocupada durante años, hasta que, en 1604, la desgracia quiso que su esposo falleciera de repente, dejándola viuda, a cargo de una ingente cantidad de tierras y riquezas.
Su primer impulso tras la muerte de su marido fue expulsar a su suegra de sus tierras y castigar a todo su séquito, formado en su mayor parte por doncellas.
Así era la época, y así era Elizabeth.
La tristeza parece adueñarse de su alma, y es cuando comienzan a surgir en su mente las ideas que le han imbuido años y años de estudios sobre hechicería y brujería.
Alguien le había sugerido, en una de sus reuniones con estos sabios, que la sangre de doncella ralentizaba el paso de los años en la piel, y que hacía volver la lozanía perdida, pero no le había prestado atención a este tema, al menos, hasta ese momento.
Una de sus doncellas le estaba cepillando su largo cabello, cuando, sin pretenderlo, le causó un gran dolor al estirar el cepillo.
Sin dar tiempo a reaccionar a la joven, Elizabeth saltó, la empujó y le causó una herida en la cara. La sangre goteó sobre su mano, y a sus ojos, vio como la piel se estiraba y quedaba más tersa y suave que en el resto de su cuerpo.
Tenía 40 años entonces, y creyó haber encontrado la manera de ser guapa y joven de nuevo.
La joven doncella fue puesta en una celda, desangrada y el líquido vital vertido en una bañera, donde la condesa se lavó concienzudamente.
A partir de ese momento, la sangre se convirtió en una obsesión. Y la manera de conseguirla, como no, no era agradable para las donantes.
Envió a sus esbirros a secuestrar niñas y jóvenes, a las que engatusaba y engañaba. Otras veces, directamente las secuestraba a la fuerza, drogadas o a punta de cuchillo.
El final de las infelices era terrible.
En el sótano de su castillo, creó un complicado sistema de drenaje, en el que cada gota que caía de los cuerpos de sus víctimas era recogido y depositado en una bañera. Allí recibía a diario un tonificante baño de sangre, que, en su mente perturbada, le daba vigor y juventud.
Ideó también métodos para mantener a las niñas con vida durante días, provocándoles heridas que luego curaba y que más adelante volvía a abrir para no desperdiciar tan codiciado elemento.
En ocasiones, hacía que sus doncellas le lamiesen el cuerpo cubierto de la sangre de las desgraciadas, y si una de ellas hacía un gesto de asco o repugnancia, era sacrificada de manera cruel y sin piedad.
Si acometían su misión con deleite, eran recompensadas, aunque esto no garantizaba su supervivencia.
La posición de la condesa garantizó su inmunidad, pero finalmente, el emperador no pudo acallar por más tiempo el clamor popular y organizó una patrulla para investigar los hechos que atemorizaban la zona.
La tropa, comandada por György Thurzó, primo y enemigo de ella, encontró una escena dantesca en el castillo. En el gran salón hallaron el cuerpo sin vida y desangrado de una joven, además de otras dos, una de ellas con los últimos estertores y con sangre manando de una gran herida.
En los subterráneos hallaron a decenas de jóvenes encarceladas y torturadas, además de cientos de cuerpos enterrados. La locura había llegado a su fin.
Los secuaces de la condesa fueron ajusticiados, pero ella, siendo noble y poderosa, sufrió otro castigo. Durante cuatro años quedó emparedada en sus aposentos, hasta que, en 1614, con 54 años, decidió dejarse morir de inanición.
En total, casi 650 adolescentes murieron por obra de sus maquinaciones.

lunes, 11 de febrero de 2008

Jeffrey Dahmer, amor más allá de la demencia


Piromanía, crueldad con los animales, incontinencia nocturna… son los síntomas clásicos de los desarreglos mentales que conducen con el paso de los años a convertirse en candidato perfecto para aparecer en esta página.

Jeffrey Dahmer, sin embargo, no se ajustaba a ese perfil. Sin embargo, sí se dice que disfrutaba observando los cadáveres de los pequeños animales que morían en el jardín de su casa de Milwakee y sentía una especial atracción por los huesos de pajarillos que encontraba bajo los árboles. Tampoco escapaban de su escrutinio los animales muertos junto las carreteras, a los que dedicaba tiempo y estudio para quien sabe qué extraños pensamientos que le surcaban su temprana mente.

Estas ocupaciones tenían en su agenda más relevancia que el echo de relacionarse con sus compañeros de colegio, donde no contaba con amigos y presentaba un carácter tímido y ausente. Pese a eso, y sin llegar a destacar en las notas, no pasó mal su época de estudios.

Nació en 1960, y comenzó su fulgurante carrera como asesino en serie en cuanto tuvo 18 años. Antes, comenzó a tener un comportamiento algo errático, debido a su condición sexual, que ocultó a causa de la incomprensión reinante en la sociedad de su ciudad natal. Pero no se trataba sólo de su recién descubierta homosexualidad: sus fantasías se poblaban de relaciones con cuerpos sin vida, un asunto que le turbaba desde los 14 años, pero que contuvo hasta ese terrible momento en que asesinó a su primera víctima.

Se trataba de Steven Hicks, un muchacho con el que mantuvo relaciones durante una noche. Al amanecer, el joven quiso irse, pero el ansia posesiva de Dahmer no podía dejarlo marchar. Ante la tesitura, le golpeó en la cabeza y lo mató.

Para hacer desparecer el cuerpo, pensó en aquellos pájaros muertos, y cómo quedaron sus huesecillos dispersos. Así, cogió una sierra, y cortó el cuerpo en diferentes trozos. Los enterró en un campo cercano a su casa.

Sus huellas se pierden durante un tiempo, en el que parece ser que no cometió ninguna tropelía reseñable. No quiere decir esto que su carácter y su mente cambiasen, sino que las faltas cometidas en este periodo no llamaron la atención más allá de pendencias y otras situaciones. Todas ellas, causadas por el alcohol, al que era adicto.

Estuvo en la universidad y en el ejército, destinado en Alemania, pero como ya se ha comentado, su alcoholismo provocó su expulsión de las Fuerzas Armadas.

Tardó un poco más en reincidir en sus atrocidades, pero con este tipo de personas, la duda nunca se acomoda durante mucho tiempo.

En 1989 ya era considerado un exhibicionista y un peligro para los niños. Fue detenido en varias ocasiones por acosar a menores con sus prácticas exhibicionistas y también, por haber querido desenterrar a un joven recién fallecido para mantener con el cadaver relaciones sexuales.

Una joya, el amigo Dahmer.

A diferencia de otros semejantes, Jeffrey sí tuvo el apoyo de sus padres, sobre todo, de su progenitor. Lionel Dahmer intentó por todos los medios encauzar a su hijo, hacerle recapacitar e intentar llevarle por la senda de la vida normal.

Sus intentos, aunque valerosos y pacientes, caían una y otra vez en el más clamoroso fracaso.

El díscolo hijo frecuentaba locales de ambiente, y no era raro que llevara a su apartamento a algún joven con ganas de pasarlo bien. Así ocurrió con Steven Toumi, con el que mantuvo relaciones y como en el caso anterior, asesinó por la mañana. Nuevamente, desmembró el cadáver y lo ocultó en la casa de su abuela, no sin antes culminar el acto sexual con la inerte figura.

Se quedó, eso sí, la cabeza, a la que despojó de toda la carne y guardó la calavera, camuflada como si se tratase de un cráneo de plástico.

Después vendrían los casos de Jamie Doxtator, de catorce años y Richard Guerrero, también menor de edad.

Si los chicos no querían quedarse con él, al menos quedaba parte de ellos en su apartamento, pensaba.

Y esa parte solía ser la cabeza y los genitales, que coleccionaba y conservaba en formol.

El resto del cuerpo, lo ocultaba, aunque parte de él lo comía, para mantener en su interior el recuerdo de sus amantes.

Pero esto no fue todo.

Su mente ideó un nuevo plan. ¿Para qué matar a los amantes si podía tenerlos, de manera que hicieran todo lo que él quería? A partir de entonces, los conservaría como zombis.

Konerak Sinthasomphone fue su primera víctima. Trepanó su cráneo e inyectó ácido en su cerebro, privándole de la voluntad. Aún así, el joven consiguió escapar y fue interceptado por una pareja de policías. Dahmer consiguió convencerles de que este joven de 19 años era su amante, y tenía problemas con las drogas. Los agentes salieron del apartamento con prisas, ahuyentados por el mal olor que surgía de él. Quizás, si se hubieran detenido a observar, habrían encontrado el cadáver en descomposición que se encontraba en la habitación de al lado, así como todos los trofeos que almacenaba en el comedor.

El joven fue estrangulado esa misma tarde, en castigo por su osadía.

El 22 de julio de 1991 Tracy Edwards corrió mejor suerte. Consiguió huir y en esta ocasión, la policía sí encontró toda la macabra escena en casa de Dahmer.

Un cadáver a medio descuartizar, los frascos de formol y una cabeza en el congelador condenaron al terrible asesino de Milwakee, que acabó siendo ejecutado por otro recluso en prisión. Todas sus víctimas eran personas de color, y fue un preso afroamericano el que terminó con su vida, el 28 de noviembre de 1994.

domingo, 3 de febrero de 2008

El cazador de Alaska, Robert Hansen

Juventud, infancia, divinos tesoros. No se esconde al lector habitual de esta sección que es esta época, y no otra, la que determina el carácter del futuro adulto. Y los adultos que suelen aparecer en esta página no son precisamente ejemplos a seguir.

Así que, como ya habrás adivinado, esta etapa de la vida de Robert Christian Hansen no fue la mejor deseable.

Nació en 1939 en Estherville, Iowa, pero su vida transcurrió en Anchorange, el gélido enclave en la fría Alaska. Tierra de aventureros, fue poblada por personas que buscaban la riqueza, la fortuna o simplemente, comenzar de nuevo.

Allí llegó Robert, tras una adolescencia perseguido a causa de su timidez y su frágil y escuálida figura. Su cara, en sus propias palabras, parecía “una enorme espinilla”. Todo un dechado de complejos y dificultades para relacionarse.

Ya había visitado la carcel, por haber inducido a un joven a incendiar el garaje del autobús de la escuela.

Cumplió tres años y después, intentó rehacer su vida en la lejana Alaska.

Allí llegó en 1969 y se estableció con su mujer y sus dos hijos. Montó una panadería, y en muy poco tiempo se convirtió en un pilar de la sociedad.

Su pasión, la caza.

Robert se convirtió en un experimentado cazador. Su destreza con las armas de fuego sólo se podía comparar a la que mostraba con el arco. Sus hazañas con este arma eran comentadas en las tabernas de la ciudad. Osos, lobos y la huidiza cabra montañera de la zona eran presas fáciles para el gran cazador.

La gente le tenía por una persona íntegra y un hombre honesto.

Ni siquiera los problemas con la justicia, provocados por su inquieta personalidad, hicieron que los vecinos de Anchorenge se preocuparan como debían ante sus correrías, pese a que volvió a prisión en otra ocasión. El delito, una violación, pero se salvó de una pena más larga por decisión médica.

Craso error.

Una vez fuera, adquirió dos de sus bienes más preciados: una cabaña de caza, perdida entre las montañas, y una PiperSuper Club, una avioneta para llegar hasta la cabaña.

Allí pasaba semanas enteras, dedicadas al arte de la caza.

Pronto, se cansó de perseguir animales, e ideó un nuevo y macabro entretenimiento.

Como toda ciudad portuaria, Anchorenge no carecía de una zona canalla, un barrio chino donde la prostitución y el crimen convivían con la sociedad.

A los clubes de alterne dirigió su mirada Robert.

Su obsesión: la felación. De esa manera llegaba al clímax y siempre solicitaba el mismo servicio.

Pronto, añadió una condición para contratar un servicio.

La chica en cuestión debía volar con él hasta la cabaña, donde le realizaría la felación, y no pagaba nada mal…

Lo que realmente ocurría era algo muy distinto.

Una vez en la cabaña, tras unas horas de vuelo, le planteaba a la chica sus opciones: realizaba la felación, se sometía a los abusos que le parecieran y se iba, sin el dinero, pero con vida. La otra era más cruda incluso: si cobraba, se tenía que atener a las consecuencias.

Unas treinta mujeres escaparon vivas gracias a la primera opción, sorprendentemente.

Nunca denunciaron los hechos. Se trataba de chicas sin papeles, inmigrantes y fugitivas de la justicia que, por un motivo u otro no querían tener contacto ni tratos con la ley.

Eran invitadas a volver a Anchorenge, tras ser violadas y maltratadas, pero eso sí, a píe y por el camino más largo. Si consentían, sobrevivían.

A las que elegían cobrar, les esperaba otro futuro.

Después de abusar de ellas, Hansen las hacía salir corriendo de la cabaña, desnudas y heridas por los malos tratos sufridos momentos antes.

Tras unos minutos de ventaja, él salía detrás de ellas, armado con un rifle. Se trataba de perseguirlas, de darles caza.

Así obtuvo una satisfacción que no conseguía encontrar con la caza de animales.

La tenaza de la policía comenzó a cerrarse en torno a Hansen, que ya había sido acusado de violar a una prostituta. En aquella ocasión se libró a causa del testimonio de unos amigos que declararon que Hansen estaba con ellos cuando sucedió ese incidente.

Pero la aparición de un cadáver en el río Knik , muerta por disparos del calibre .223, hizo que el FBI enviará a uno de sus mejores hombres, el agente especial John E. Douglas, especialista en crear perfiles de asesinos en serie.

Repasando toda la información, apareció el nombre de Robert Hansen.

Douglas se fijó en su aspecto y su historial delictivo. Ordenó que los agentes averiguaran si los testigos que le salvaron la vez anterior mentían. Todo comenzó a encajar cuando alguno de los policías, que conocían al hombre y a su fama como cazador, apuntó que era diestro con las armas y que no solía dejar escapar nunca a ninguna pieza.

Los testigos, amenazados con ser condenados por encubridores, se retractaron de su declaración y Hansen fue detenido.

Aunque en un principio negó todas las acusaciones, comenzó a ponerse nervioso. Al final, llegó a un trato con la fiscalía y aceptó los cargos de 4 homicidios, además de una pena por fraude, tenencia ilícita de armas y diversos actos violentos.

En el juicio relató con todo lujo de detalles como engañaba a las chicas, las violaba y las trasladaba hasta la cabaña. Allí, les hacía correr desnudas, y en ocasiones, con los ojos vendados, para abatirlas como si fueran osos o venados.

Todavía en prisión, la federación de caza de Anchorenge eliminó su nombre de su cuadro de honor, su esposa pidió el divorcio, y la policía continúa intentando conocer la identidad de alguna de sus víctimas, que todavía permanece en el anonimato.