domingo, 8 de noviembre de 2009

Coral Eugene Watts, el Asesino del Domingo por la Mañana



Los asesinos en serie suelen ser personas con un perfil muy delimitado, casi de libro. Es extraño que haya uno de estos criminales que se salga de la norma, pero como en todo, estas cosas ocurren.
Coral Eugene Watts es uno de los pocos psicokillers en serie de raza afroamericana. Sus motivaciones, sin embargo, no se salen de lo que es normal en estos individuos, y ahí es donde vuelve a entrar dentro de lo habitual.
Su infancia tiene, por supuesto, todos los elementos necesarios para que su vida desemboque en la tragedia. Hijo de un militar y una profesora de arte, tuvo que soportar el divorcio de sus padres y el posterior enlace de ella con un nuevo marido. Con este, su madre tuvo dos hijas, y Carl (su nombre real) comenzó a tener fantasías violentas en las que atacaba y asesinaba a mujeres y chicas jóvenes. No ocurrió nada durante unos años, hasta que estaba a punto de cumplir 15 años.
Su primera víctima fue una joven de 26 años, Joan Gave, en 1969. Por este crimen, fue condenado a pasar una temporada en el Hospital Psiquiátrico La Fayette, en Detroit. En él se le diagnosticó un retraso mental notable. Tenía alucinaciones y otros trastornos, pero fue liberado en 1970.
Tres años después, consiguió graduarse y obtuvo una beca para jugar al football en el Lane College, en Jackson, Tennessee. A los tres meses fue expulsado del centro, por haber molestado y atacado sexualmente a una compañera. Otra versión que explicaría la expulsión sería las sospechas que le inculparían del asesinato de una compañera, aunque no pudieron demostrarlo.
De Tennessee se mudó a Houston, Texas.
Y ahí es donde comienzan a registrarse los terribles crímenes de este individuo, que no sorprendieron a quienes le conocían.
La primera que asesinó, según se tiene documentación, fue una joven de 20 años, Gloria Steel. La asaltó en su casa, la ató y la asesinó.
Sus víctimas tuvieron un rango de edad entre 14 y 44 años, y su método era muy reconocible. La asfixia era uno de los métodos más habituales en sus fechorías, pero también utilizó los golpes o el apuñalamiento para asesinar a sus víctimas. Lo que sorprendió fue que no existía el móvil sexual, sino que era simple y llanamente un odio hacia las mujeres y su pretendida superioridad sobre ellas.
Durante años, continuó su terrible carrera, entrando en las casas de sus víctimas escogidas. Una vez dentro, las estrangulaba hasta que perdían el conocimiento y las maniataba. Luego, llenaba la bañera de agua y después, las empujaba dentro, hasta que morían asfixiadas.
Al no existir violación y ser el primer ataque violento y rápido, no existían pruebas ni fragmentos de ADN, que habrían podido identificarlo sin dudas. Aún así, la policía comenzaba a tener un perfil sobre el asesino y estrechaban el cerco sobre él.
Para evitar que le capturarán, Coral, como le conocían sus amigos, comenzó a moverse por otros estados y aprovechó la falta de información en esos otros lugares para quedar impune.
Aún así, finalmente cometió un error, y fue arrestado y condenado.
En 1984, asaltó a Lori Lister, una joven de 21 años que vivía con su amiga Melinda Aguilar cerca de la Universidad de Houston, Texas. Las estranguló a ambas hasta dejarlas sin sentido y procedió a llenar la bañera. Melinda, que estaba fingiendo, aprovechó la ocasión y saltó por la ventana a la calle. Enseguida acudió el servicio de emergencias y pudieron escuchar lo que había sucedido. Una patrulla subió hasta el piso de Melinda, y allí encontró a Coral intentando ahogar a Lori. Fue detenido inmediatamente y ambas chicas consiguieron salvar su vida.
Coral comenzó a confesar todos sus crímenes, pero había un problema. Al no existir pruebas materiales, era difícil condenarle, pese a contar con su confesión.
Los fiscales comenzaron a buscar testigos, y consiguieron encontrar los suficientes para condenarle por once asesinatos. Él había confesado varias decenas. Si no aparecían los testigos, sólo se le podía acusar de crímenes menores y podría salir antes de lo previsto a la calle. Incluso se corrió ese riesgo en 2006, hasta que un testigo clave de 1974 aportó los datos necesarios.
Finalmente, pasó 25 años en prisión hasta que se pudo encontrar una causa definitiva que le retuviera en prisión de por vida. Justo cinco días después de que le cayera encima una condena de por vida en prisión, falleció a causa de un cáncer. Era el 21 de septiembre de 2007.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Catherine Hayes y la cabeza misteriosa


La ciencia forense ha sido una de las herramientas más poderosas para la resolución de muchos crímenes, quien lo duda. Los sistemas que hoy vemos en la televisión, en manos de valientes y aguerridos agentes de la policía científica, son los que hoy dan validez a las pruebas que permiten a los policías de calle acercarse sin dudas a los verdaderos culpables de los asesinatos que cometen.
Un gran hallazgo, una gran herramienta, que hoy es muy común, muy utilizada, pero que no siempre ha estado ahí.
Hubieron tiempos, no hace mucho, en los que las técnicas de identificación de cadáveres y sus asesinos no existían. Se hacía todo a ojo, e incluso no podían contar con la fotografía para determinar identidades y demás particularidades de víctima y verdugo.
Pongámonos, por ejemplo, en el Londres del siglo XVIII. Esta era la metrópolis floreciente de Europa, la capital de un Imperio que sobresalía entre los demás, y donde la población crecía sin mesura. Y con ella, los problemas y los crímenes.
El día 2 de mayo de 1726, unos caminantes ociosos se percatan que a orillas del Támesis se ve algo. Se acercan, curiosos, ya que, estúpida idea, les parece que se trata de una cabeza humana.
Y ante su estupor, se encuentran con que eso que parecía una cabeza humana, era realmente una cabeza humana. Medio enterrada en el fango, con la sangre todavía fresca, la cabeza entera de un hombre de mediana edad estaba con los ojos abiertos, buscando entre los paseantes a alguien que se apiadara de ella y la recogiera.
Y eso hicieron, la cogieron y la envolvieron con una tela, para llevarla hasta la comisaría más cercana.
¿De quien se trataba? ¿Quién era la víctima?
No se podía saber, no habían bases de datos, ni registros, así que tomaron una decisión lógica: cuanta más gente la pudiera ver, antes se podría identificar. Así que la empalaron en una estaca, junto a la Abadía de Westminster, a la vista de todos. Las autoridades exhortaban a los ciudadanos a que se acercaran y la miraran. Y desde luego, eso hicieron muchos londinenses. Incluso uno que creyó ver en esos rasgos ya casi pútridos a su vecino John Hayes. No pudo confirmarlo, ya que muchos creían identificar al muerto, con diversos nombres.
La policía metió la cabeza en una urna llena de ginebra, para protegerla de la decrepitud. Pero continuaron invitando a los ciudadanos a que pasaran por la comisaría y la miraran.
La persona que había identificado a John Hayes volvió, y entonces se aseguró que era él.
Enseguida avisó a su viuda, Catherine, y a otros vecinos. Esa cabeza que exhibían en la comisaría era la del carpintero John Hayes.
Obligada por los vecinos, Catherine fue hasta la comisaría. Allí comentó que su marido había desaparecido hacía unos días. Según ella, era un hombre violento, y había asesinado a sus dos hijos y posiblemente, había huido hacia América o cualquier otro lugar.
Pero los policías se mostraron la cabeza. Ella reaccionó como lo haría cualquier viuda que descubre que su marido ha sido salvajemente asesinado. Se lanzó contra la urna, asiendo la cabeza y llorando desconsolada. Sin embargo, algo debieron ver los agentes presentes, porque comenzaron a sospechar que Catherine ocultaba algo, que algo tenía que ver con la situación actual de su marido.
La metieron en una habitación y comenzaron a interrogarla. Ella insistía. Su marido había desaparecido hacía varios días, sí, pero ella no sabía nada sobre ese tema.
Ella sospechaba que había matado a alguien y que había huido, eso era todo. No tenía nada que ver.
Pero al final, acosada por las preguntas de los policías, acabó confesando. Sí, ella había provocado su muerte, pero no lo había hecho sola.
Thomas Wood y Thomas Billings, dos amigos de la familia, habían sido cómplices del crimen. Estos dos confesaron sin demasiados problemas.
Desconocemos los métodos de interrogación de la policía, pero lo cierto que pronto el caso estaba resuelto.
Alentados por Catherine, ambos habían ayudado a la mujer, emborracharon al marido y separaron la cabeza del tronco.
El motivo, dijeron es que golpeaba demasiadas veces a la mujer y lo merecía. Eso, y las 1.500 libras que les prometió Catherine.
Encontraron el cuerpo en un campo y le ajustaron la cabeza. Se confirmó la historia y los tres fueron condenados a morir. Ellos, colgados. Ella, quemada en la hoguera.
El verdugo debió de haberla estrangulado, pero falló en su labor. Cuando ardió la pira, Catherine despertó y fue quemada viva, entre gritos y un terrible dolor.
El escritor William Makepeace Thackeray se basó en esta historia para escribir su novela Catherine: A story, en 1839.