sábado, 15 de diciembre de 2007

Albert H. Fish, el ogro de Nueva York

La mente de muchas personas queda marcada por algún trágico suceso ocurrido en su niñez. En muchas ocasiones, eso no es motivo de alarma, ya que al madurar, la gente es capaz de afrontar el pasado y superarlo. En otras, sin embargo, la niñez pasa factura y esa desgracia sufrida puede transformar de manera sorprendente la manera de ser de esa persona.

Albert H. Fish sufrió en su niñez, sin duda.

Su progenitor falleció en 1875, cuando sólo contaba con cinco años de edad. Esta circunstancia dejó a la familia sin recursos económicos, y tuvo que ser internado en un orfanato del Estado, separado de su madre y sus hermanos.

Hay quien sugiere que antes de esto Albert ya tenía ciertas tendencias psicóticas, y que los animales domésticos y los que vagaban las calles de Washington D.C. ya sufrian sus desmanes e ideas sádicas.

De todas maneras, es a partir de su ingreso en la institución cuando despertó su lado más temible. El orfanato en el que vivió sus años de niñez era brutal, y tanto Albert como el resto de los internos recibían frecuentemente palizas a cargo de los cuidadores. Además, hay indicios de que el joven Fish tuvo que soportar alguna vejación de índole sexual por parte de algunos de sus compañeros de residencia más mayores.

Al salir de su internamiento, probó fortuna en la calle, aunque hay pruebas que lo sitúan practicando la prostitución homosexual en Washington con 20 años, además de tener a sus espaldas varios actos delictivos, como estafas, falsificación de cheques, exhibicionismo y otras pequeñas faltas que fueron entumeciendo su ya por sí débil sentido de la realidad. En esa época es también cuando se registra su primer acto atroz: la violación de un niño, y posiblemente incluso su primer asesinato.

La policía le detuvo en siete ocasiones y pronto se dio cuenta de que su mente no estaba en orden. En algunas ocasiones aseguraba ser el mismísimo Jesucristo, y en otras decía que San Juan Evangelista le transmitía sus mensajes.

La religión le servía para acallar su conciencia, abigarrada por los terriblea actos sexuales que cometía.

Durante años, Albert vagabundeó por las calles de Nueva York y Washington, alternando los periodos en libertad con otros recluído en instituciones pisiquiátricas. Los doctores que le trataron en aquella época coincidieron todos en una cuestión: Fish manifestaba una clara psicopatía sexual con derivaciones hacia el sadomasoquismo. Su sexualidad enferma le obligaba a cometer actos impuros y eso ofendía a la divinidad, así que debía ofrecerle una compesación en forma de sacrificios rituales.

Aún así, sus días en reclusión eran pocos, ya que su comportamiento en esos días era ejemplar y no existían muchas plazas en los psiquiátricos.

Pese a su estado mental, Fish consiguió casarse, e incluso tener descendencia: de su matrimonio nacieron seis hijos, aunque su mal carácter propició un calvario de malos tratos para los pequeños. Abandonado por su esposa, continuó con su trabajo como pintor de brocha gorda en Nueva York, y es entonces, con unos cuarenta años, cuando comenzó su macabra carrera como asesino de niños.

Corría el año 1910 cuando Fish dio rienda suelta a su instinto y durante 24 años, desaprecían niños en las calles de la cosmopolita ciudad sin que nadie puediera hacerse una idea de cual era su terrible final.

Su final se fraguó, por suerte, en 1928, cuando se fijó en un anuncio en un diario en el que la familia Budd solicitaba un empleo para superar su mermada economía. Fish se personó en el domicilio de los solicitantes, con el nombre de Frank Howard, y ofreció un trabajo al joven hijo de la familia, de 18 años. Su objetivo, según confesó más tarde, no era otro que comerse el miembro viril del muchacho.

En esa visita, no obstante, se fijó en la pequeña Grace, de diez años de edad, y que le cautivó con su mirada. Con la excusa de llevársela al cumpleaños de su nieta, Fish convenció al padre para llevársela unas horas. Más tarde la traería de vuelta, les dijo.

La policía se hizo cargo inmediatamente de la investigación de la pequeña y el inspector Hill King se hizo cargo del caso. Durante meses buscó una pista, un indicio acerca de su paradero y su destino, hasta que decidió tender una trampa al astuto secuestrador.

Seis años después, publicó un artículo en el que se anunciaba que el secuestro de la niña estaba a punto de resolverse. Fish, movido por un orgullo imparable, remitió una carta a los señores Budd, explicando como había asesinado y devorado a la niña. Entre las lindezas que añadió en la misiva, figuraba el modo en qu e había cocinado y devorado a la pequeña, con todo lujo de detalles.

El detective King rastreó la carta hasta su origen, un empleado de una empresa de seguros. Este confesó que había sustraído papel de carta y sobres de la empresa y las había llevado hasta la pensión donde vivía. Y allí, King descubrió la presencia de Fish, ya anciano, al que detuvo inmediatamente.

El perturbado no ofreció resistencia alguna, y fue conducido hasta el juez. En las pruebas realizadas, se descubrió como en sus testículos e ingle se había clavado varias agujas, con la intención de sentir un dolor reparador para purgar sus crímentes.

No se pudo averiguar el número de niños asesinados por el anciano, pero la policía barajó el número de 400, aunque sólo se pudo acusarle por 15, que confesó con todo detalle.

El 16 de enero de 1936 Albert Fish fue ajusticiado por el método de la silla eléctrica, que tuvo que ser rearmada tras un fallido intento. Las agujas clavadas en su cuerpo provocaron un cortocircuito y se tuvo que dar una segunda descarga.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

El final te hubiera quedado mejor si en vez de decir "las agujas clavadas en su cuerpo" hubieras dicho "las agujas clavadas en sus testículos" que es dónde se las clavaba el cacho animal este.

Se ve que hizo contacto cuando le dieron al interruptor...

Víctor Alós dijo...

Pues sí.

En semejante lugar encontraron un buen número de alfileres, muchos de ellos oxidados.

El señor Fisch era todo un ejemplo a no seguir, desde luego.

Pero al final, sufrió lo que debía de sufrir.

Un saludín

Anónimo dijo...

Es curioso lo patético que queda cuando mentes simples enjuician mentes mas complejas, lo hacen con tal osadia y seguridad. Muchas veces estas mentes simples aducen "inteligencia" por haber "empollado".

Muy tristes y tópicos el blog y los comentarios.

Víctor Alós dijo...

Gracias por tu iluminación, anónimo.
Es un aliciente contar con lectores tan ilustrados en este humilde blog.
Valoro tu comentario en su justa mediad, utilizando mi justa inteligencia.
Te agradezco tu pedantería y te animo a seguir así, ocultando tu nombre. Supongo, para no desvelar la identidad de tan superior ente.
Un saludin