Fama. A algunos les impulsa a meterse en una casa con otros personajes ávidos de reconocimiento social, totalmente desconocidos. O a realizar cualquier acto lo suficientemente estúpido como para aparecer en la prensa.
Y a John George Haigh, fue ese ansia de fama lo que le perdió.
Toda su historia mediática nació una mañana de invierno de 1949. Fue cuando se acercó, junto a un conocido, a la comisaría del barrio londinense de Chelsea.
Allí acudieron para denunciar la desaparición de una conocida, Olivia Durand-Deacon. Había quedado con ella, en calidad de empresario, para comenzar un negocio de fabricación de uñas sintéticas, pero ella no había aparecido a la cita. Todos querían a la mujer, ya entrada en la sesentena y en kilos.
Y por ello, se habían acercado porque hacía dos días que no sabían de ella y estaban preocupados por su suerte.
John estaba tranquilo, prestando declaración ante el comisario, y nada en especial daba a dudar su versión de los hechos, pero una de las agentes, quizás por intuición, quizás porque notó algo extraño, solicitó que John esperase un rato más y aclarara unos datos. Mientras, se dedicó a investigar sobre él. Se dirigió a los archivos policiales y extrajo una ficha suya.
John George Haigh tenía una interesante historia con el crimen. Había sido arrestado en varias ocasiones por robo y estafa. Había un pequeño resquicio en su historia, pues.
Durante dos horas, varios agentes estuvieron interrogándole y surgió la inevitable pregunta: “¿Tiene usted algo que ver con la desaparición de Olivia?”
Y la respuesta les sorprendió. John aseguró que si él hubiera tenido algo que ver en esa desaparición, nadie podría probar nada. No se encontraría ningún cuerpo que lo relacionara con un asesinato, ni un secuestro.
Mientras, otro grupo descubrió que el sospechoso tenía negocios sospechosos en una zona con almacenes abandonados.
Allí se dirigió un agente de la Policía Científica, el doctor Simpson, uno de los más eficaces miembros del cuerpo londinense. Entró en el almacén donde se sospechaba que John podría haber ocultado a la infortunada mujer, pero no halló nada.
En un patio trasero halló una extraña mancha grisácea, que cubría parte del suelo. Se acercó extrañado y allí encontró las pruebas que necesitaba para saber qué es lo que había ocurrido.
El líquido burbujeaba y producía espuma. En su centro, había algo que parecían restos de huesos humanos. Y junto a ellos, una dentadura postiza y unas pequeñas piedras.
No dudó ni por un momento de que se enfrentaba a los restos de alguien, disuelto por ácido sulfúrico. Alertó a los agentes y se llevó del almacén unos 140 kilos de suciedad y algo que parecía grasa humana.
Efectivamente, al depurar el cargamento, halló 12 kilos de grasa humana. Olivia era una mujer gruesa, y podría ser su cuerpo disuelto. También examinó las tres piedras. Se revelaron como cálculos renales.
No cabía ninguna duda. Varios restos óseos confirmaron la procedencia de los restos.
Ya tenían, en un tiempo récord, los restos del cadáver y al asesino, que había ido por su propia voluntad a la comisaría.
Los periódicos se hicieron eco inmediatamente y fue, quizás, la noticia más difundida en Gran Bretaña tras las noticias bélicas de años antes.
Confesó, seguro de que no podían incriminarle por falta del cadáver.
Había quedado con ella para mover su negocio, y la condujo hasta el almacén. Allí, mientras ella diseñaba uno de los productos en un papel, le asestó un golpe en la cabeza y le disparó con un revólver. Aseguró que habían bebido un vaso de su sangre mientras ella agonizaba y él la observaba.
Se descubrió que había experimentado en la cárcel con el ácido sulfúrico y había eliminado ratas con él.
Se hizo pasar por loco para eludir la pena. Sabía que habían restos y que no las tenía todas consigo.
Bebía su propia orina y se hacía pasar por demente. Pero nada de eso sirvió. Las pruebas eran tan demoledoras que no había posibilidad de escape.
Ante la expectación surgida por el caso, se envalentonó. Era famoso, Todo el mundo hablaba de él y se sentía el centro del Universo. Estaba feliz.
Se inculpó del asesinato de dos familias enteras, que pasaron por el mismo tratamiento que la infeliz Durand-Deacon. Otros tres crímenes fueron desestimados por falsos. Se dejó llevar por el subidón de fama y se perdió. Le dijeron que había confesado demasiado pronto, y que habían encontrado los restos antes de que desaparecieran. Estaba perdido.
El asesino del ácido, el vampiro de Londres, como también le llamaron porque dijo que había consumido sangre de sus víctimas fue llevado a jucio.
Estaba feliz y pletórico. Era famoso.
El juicio duró un solo día y el jurado tardó quince minutos en decidir su culpabilidad.
El seis de agosto del mismo año, 1949, fue conducido al patíbulo y murió ahorcado, feliz por ser el centro de la atención.