domingo, 27 de enero de 2008

Chikatilo, la bestia de Rostov


La infancia, querido lector, es el punto de partida de una vida plena y satisfactoria. Al menos, debería serlo. Si has seguido con atención las fichas de los terribles sujetos que han poblado estas páginas los últimos meses, habrás podido constatar lo.

En este caso, la niñez del protagonista también marcó con fuego su carácter y lo convirtió en una cosa muy alejada a lo que podemos considerar una vida “normal”.

Andrei Romanovich, más conocido como Chikatilo, creció con la idea de que un tío y un primo suyo habían sido asesinados para que los vecinos de su pueblo pudieran comer carne fresca. Lo más terrible del asunto es que, probablemente, esa historia con la que le asustaba su madre, fuera verdad. La Unión Soviética de la era Stalin nadaba en las procelosas aguas de la miseria más absoluta y el totalitarismo sanguinario del ruso. Muchos casos de canibalismo en pequeñas poblaciones han quedado registrados, por lo que no es descabellado pensar que los familiares del joven Andrei sufrieron ese terrible fin.

Su infancia se vio marcada también por su padre. Se fue a la Gran Guerra contra el alemán, pero fue capturado por los nazis. Eso, a ojos de Stalin, era síntoma de traicción y cobardía, así que tras su liberación, fue marcado como un traidor por todos sus vecinos.

Andrei se afilió al partido comunista y leía con frucción el Pravda, el escaparate mediático del partido, para intentar evitar ese estigma familiar.

Se convirtió en un hombre respetado y del que no había ninguna duda acerca de su orientación política y moral.

Pero, estimado lector, ambos sabemos que no hablaríamos de él aquí si esto fuera así.

En el servicio militar no fue capaz de mantener ningún tipo de encuentro sexual con chicas, y la única vez que eyaculó fue un poco antes, cuando agarró a una amiga de su hermana y tras soltarse esta de un fuerte empujón, sintió como el acto violento le permitía llegar al orgasmo.

En 1978, convertido en profesor de lengua, daba clases en un lugar llamado Shakthy, población a la que se trasladó con su mujer y sus dos hijos. Sí, Andrei se había casado, gracias a los tejemanejes de su hermana, y había conseguido engendrar dos niños, las dos veces que, según su mujer, habían hecho el amor.

En esta pequeña ciudad se cruzó con Yelena Zakotnova, un niña de 9 años. Mediante engaños la atrajo hasta una habitación que había alquilado en una zona oscura de la ciudad. Allí, la viola, cambiando su inerte miembro por un cuchillo de caza. No hace falta imaginar lo sucedidod. La terrible arma causó la muerte de la niña, y el acto depravado consiguió que Andrei fuera capaz de gozar con la realización de la matanza. Temeroso de que la mirada de la pequeña pudiera registrar lo ocurrido, sacó los glóbulos oculares de la misma. Este modus operando fue seguido por el maniaco en casi todos sus crímenes posteriores, y fue clave para determinar su culpabilidad.

No fue relacionado por la salvaje mutiliación. Cargó con la culpa otro infanticida, Alexander Dravchenko. Esto le dio un respiro, y decidió no volver a actuar, por lo menos durante un tiempo.

En 1981 volvió a matar. En esa ocasión fue una joven mendiga que encontró en una estación de tren, lugar muy utilizado por Chikatilo para conseguir víctimas. En esa ocasión, desmembró a la joven, e incluso extrajo su útero, del que dicen que llegó a comer. Chikatilo negó esta última acusación, pero existieron pruebas de que incluso llegó a devorar enteros órganos genitales, tanto de hombres como de mujeres.

La “excusa”, dijeron los expertos, se tenía que explicar en su impotencia.

Los siguientes años fueron una espantosa carrera homicida, en la que niños, niñas, vagabundos y prostitutas eran seleccionadas por el demente ucraniano como víctimas propiciatorias.

Cambió de trabajo en varias ocasiones, y aprendió como atontar a las víctimas con un certero golpe, a no recibir salpicaduras, a estudiar los movimientos de sus futuros asesinados. Otras veces, aprovechaba la ocasión y simplemente elegía a una mujer o niño y los llevaba a sitios apartados. En esos lugares disfrutaba y se excitaba con sus gritos agónicos, con sus llantos y con la imagen de su muerte.

Una auténtica bestia habia tomado el control del cuerpo y la mente de Andrei. Mientras, ni su mujer ni sus hijos sospechaban en absoluto de él.

El cerco se estrechaba, pero las autoridades no paraban de detener a retrasados mentales, a gente de pocas luces, a las que sometían a crueles interrogatorios y que confesaban de plano, hasta que se demostraba que no eran los responsables de los asesinatos.

Finalmente, un policiía vio a Chikatilo salir, por la noche, de un bosque. Se limpió en una fuente, ý el agente, extrañado por su comportamiento, le pidió que se identificara. Unos días después se halló el cuerpo sin vida de una joven en ese mismo lugar. Ahora, la policía ya tenía un nombre.

Fue conducido a la Audiencia de Rostov, donde fue juzgado por 53 asesinatos y 5 violaciones.

Durante el juicio, se reía de los familiares de sus víctimas, e incluso llegó a desnudarse frente a ellos, para burlarse.

La sentencia fue a muerte, en un juicio que todavía recordamos haberlo visto en televisión, en el año 1992. La pena se ejecutó dos años después. Una bala terminó con su vida, pero fue disparada con esmero y cuidado. Nada debía destruir su cerebelo, que fue codiciado por diversas instituciones científicas para intentar determinar el origen de su locura asesina.

lunes, 21 de enero de 2008

Jeanne Weber, la estranguladora de niños de París

Quien haya seguido la crónica que presento semana a semana en este blog, habrá podido comprobar que la mente humana es un territorio inhóspito, en el que caben no pocas perversiones y crueldades.

Normalmente, son los hombres los que son artífices de las tropelías que se registran en estas Crónicas Negras, quien sabe por qué motivo, pero las páginas oscuras de la Historia también un lugar para mujeres que han cometido los más trágicos y terribles crímenes.

Sus métodos suelen ser más sutiles y sus motivaciones están más ocultas que en el caso de los varones, pero sus actos son, al fin y al cabo, execrables.

Los motivos de Jeanne Weber quedan ocultos, quizás por la época en que vivió, unos años en los que el estudio de la psique apenas daba sus primeros pasos y las excusas para los encausados eran de lo más extravagantes.

Jeanne Weber creció en la costa de Fráncia, pero viajó a París, una Ciudad Luz que en 1899 tenía tantas sombras como era de esperar en una metrópoli europea de fin de siglo, en busca de fortuna e intentando progresar socialmente.

Al poco de llegar, contrajo matrimonio con Marcel Weber, del que tomó el apellido, y en poco tiempo, era madre, en apariencia feliz, de tres niños de aspecto sano y rollizo.

Pocos años después de entrar en el siglo XX, la primera desgracia golpeó a la familia Weber. Sus dos hijos menores murieron. Al parecer, la terrible epidemia de bronquitis que asolaba Francia sesgó la vida de los dos pequeños. Sólo unas pequeñas manchas rojas en sus frágiles cuellos señalaban una muerte trágica.

La serenidad que transmitía Jeanne, unida a la tristeza que se sembró en su vida, hizo que varias vecinas se apiadaran de ella y le ofrecieran cuidar de sus niños, mientras ellas acudían a la dura labor en las fábricas.

Inexplicablemente, dos de esos niños amanecieron muertos sendas mañanas, a causa de una extraña infección pulmonar que los médicos no eran capaces de determinar.

En sus cuellos, nuevamente, aparecían unas débiles marcas rojas.

Por el momento, el nombre de Jeanne estaba fuera de toda sospecha. Incluso sus cuñados apoyaron a la joven, y le ofrecieron cuidar a su pequeña Georgette, de dieciocho meses de edad.

El 2 de marzo de 1905 se escribió otra tragedia alrededor de la figura de la niñera. La adorable Georgetta apareció muerta. Las marcas rojas determinaban, a ojos de un experto, la similitud entre todas las muertes ocurridas.

Sin embargo, los llantos de la niñera acompañaban a los de los padres, y nadie sospechó que ella pudiera haber hecho algo para causar tales desgracias.

Jeanne continuó trabajando como niñera, cuidando a Suzzane, una niña de tres años.

No hace falta entrar en detalles. Seguro que el avezado lector ya supone el final de esta nueva aventura laboral.

En esta ocasión, los rumores comenzaron a circular por Montmartre, lugar de residencia de la mujer. Casi todo el mundo relacionaba a Jeanne con las tragedias, pero las circunstáncias de esa época en París tapó el asunto. Demasiadas muertes por enfermedad ocultaban los indicios de muertes extrañas a manos de un infanticida.

A las pocas semanas estaba cuidando a Germaine, que sufrió espasmos y convulsiones en dos ocasiones. Superó ambas crisis, pero a la tercera, falleció.

Cuando su nombre era ya considerado un síntoma de mal agüero y los rumores se disparaban, en el mismo día del entierro de la niña surgió una noticia. El hijo de Jeanne que todavía vivía, había muerto esa misma noche, en circunstáncias tan extrañas como el resto.

Esta situación evitó que le inculparan, ya que la pena de la niñera era tremenda. La casualidad, y no otra cosa, era la causante de todas las muertes.

Por fin, una de las madres cuyos hijos cuidaba, se percató de lo sucedido. Llegó a casa en mitad de una crisis de asfixia de la niña, de sólo diez meses de edad. En el cuello de la criatura, las marcas rojas ya tan habituales.

Sólo la intervención de la policía evitó que la mujer fuera linchada allí mismo y fue trasladada a prisión, donde un inspector investigó toda su trayectoria.

El 29 de enero de 1906 dio comienzo el juicio, pero inexplicablemente, salió indemne de todos los cargos. Un prestigioso médico de la ciudad,León Thoinot, expuso de manera muy efectiva como todos los niños habían muerto por causas materiales y la pobre Jeanne era víctima de la mala suerte, o es que estaba embrujada (un argumento muy convincente, viniendo de un científico, pero claro, era otra época).

Aún así, ya no tenía sitio en París, y tuvo que viajar hasta la campiña francesa Allí, otra vez, se encargó del cuidado de un niño, que apareció muerto. En su cuello, otra vez, las delatoras marcas rojas.

En París se supo de la noticia y en los mentideros de la capital no cabía duda alguna: era otro asesinato perpetrado por la niñera.

El doctor Thoinet desestimó nuevamente esta hipótesis, alegando que la enfermedad de Auguste, el niño, no había podido ser diagnosticada con éxito por los médicos rurales.

La todavía joven mujer fue contratada entonces, por aquello del destino, en un hogar de acogida para niños en Orgeville. Todo un desafío para la infanticida, desde luego.

A las pocas semanas fue sorprendida intentando estrangular a un niño de seis años, pero abandonó el trabajo sin más consecuencias.

Se estableció como prostituta en una pensión parisiense, donde mató al hijo de la matrona. En esa ocasión, hasta el doctor Thoinot tuvo que rendirse a la evidencia, aunque mantenía la inocencia de Jeanne en los anteriores asesinatos.

No fue condenada, sino que se trasladó hasta el sanatorio mental de Nueva Caledona, donde falleció en 1909, víctima de sus propias manos. Sin que nadie se lo explique, la estranguladora de París acabó con su vida ahogándose ella misma.

domingo, 13 de enero de 2008

Ed Gein, una personalidad para recordar


Una granja en la que alguien comete asesinatos en serie con ayuda de una motosierra. Un motel en el que la madre del dueño impone su ley, aunque lleve unos añitos muerta. Un asesino que pretende ser mujer y utiliza la piel de sus víctimas para convertirse en una. ¿Te suenan?.

Son los argumentos de algunas de las películas sobre crímenes y criminales más famosas de los últimos 40 años. Todas ellas, además de lo obvio, tienen algo en común: se basan en la figura de un personaje real: Edward Gein.

Nació el 27 de agosto de 1906 en la pequeña localidad de Plainfield, Wisconsin. Una pequeña comunidad del medio oeste americano en la que se vivía de lo que la tierra ofrecía. Las granjas ocupaban casi la totalidad del paisaje, y fue en una de ellas donde el pequeño Ed pasó la infancia, que como el lector avezado supondrá, no fue nada agradable.

Efectivamente, un hogar desestructurado fue el escenario de esos primeros años de vida. Henry y Edward, los dos hermanos Gein, crecieron con un padre alcohólico y una madre excesivamente posesiva, víctima de las palizas de su marido, que sobrellevaba gracias a una estricta educación religiosa.

En realidad, Ed debía haber nacido niña, que es lo que su madre deseaba con toda su alma, pero el destino quiso que fuera varón. Aún así, para Augusta el pequeño debía de ser tratado como a tal. Confeccionaba vestidos y lo vestía con ellos, además de darle una educación que le situaba en ese rol.

El padre murió de repente, en medio de una de sus habituales juergas, dejando a la familia sin el cabeza de familia, que lejos de sentirse aliviados por la ausencia de los golpes y malos tratos, sufrió una inexplicable tristeza. Augusta redobló entonces su férreo control sobre los dos hermanos, que se vieron atrapados por otro tipo de tortura, esta vez más psicológica que física.

Las enseñanzas que recibían de su madre venían marcadas por la educación fundamentalista cristiana, y contenía sentencias taxativas tales como “no forniques antes del matrimonio, eso es pecado”, “no salgas con chicas, eso es pecado”, “no bebas, eso es pecado”, y otras órdenes que coartaban el normal crecimiento de dos jóvenes que podrían haber crecido con una normalidad que habría evitado todo lo que vino después.

El resultado más inmediato de la ausencia de relación con otros jóvenes vino enseguida: Ed se enamoró de su madre, y era incapaz de ver más allá de su orondo cuerpo y sus órdenes.

En 1944 falleció su hermano, en circunstáncias extrañas y Edward quedó como único protegido de la estricta Augusta, que falleció sólo un año después.

Sin la figura que le había guiado durante 39 años, el frágil carácter del hombre se quebró y su vida transcurrió en una suerte de delirios, en los que era visitado por el fantasma de su madre.

En esa época descubrió un reportaje en el que se explicaba que la medicina podía convertir a un hombre en mujer, y decidió afrontar ese paso, ya que su mente se debatía entre ambos sexos. Pero no eligió ser operado: decidió hacerlo él mismo.

Con ayuda de un amigo, Gus, tan perturbado como él, comenzó a aprender sobre anatomía, y cuando estuvo listo, comenzó a desenterrar cadáveres en el cercano cementerio. Todos ellos de mujeres, todos ellos muy, muy similares a su propia madre.

Su habilidad con las herramientas hizo que la decoración de su casa cambiara rapidamente. Los objetos que ahora decoraban el hogar de su familia provenía de esas excursiones nocturnas. El tapizado de los sofás o las pantallas de las lámparas estaban realizados con elementos de esos cuerpos. También creó una línea de ropa con el mismo material, que vestía por las noches, cuando se quedaba sólo en su granja.

Una mente enfermiza que, por el momento, se limitaba a recoger personas ya fallecidas, y que por el momento no había dado el terrible paso.

Traspasó esa línea el 8 de diciembre de 1954, en la taberna local. La dueña, Mary Hogan, tenía una apariencia muy similar a la de Augusta, y Ed no pudo resistirse.

Mary desapareció, pero nadie relacionó al hombre con el suceso.

Tres años después, se confirmó otra víctima del demente Ed, la dueña de una ferretería llamada Bernice Warden.

En esta ocasión, se le situó en el lugar del crimen, y la policía no tardó en presentarse en la granja Gein. En ella encontró todo el macabro espectáculo.

El cuerpo de la mujer todavía estaba en la casa y alrededor, se encontraron los exóticos y macabros souvenirs que el perturbado criminal había recogido en varios años de excursiones al cementerio.

No presentó resistencia al arresto y fue trasladado a prisión, donde permaneció hasta el 26 de julio de 1986, día en que falleció. En su días de carcel y tratamiento fue un preso modelo: ningún incidente ni actuación anómala se registró en ese periodo.

Aún así, su granja, la que le vió nacer y tanta maldad, fue arrasado por un incendio provocado por los vecinos de Plainfield, temerosos de que acabará convirtiéndose en un lugar de peregrinación para desequilibrados.

Su vida ha sido llevada al cine, recientemente en una cinta llamada, precisamente, ED GEIN, y su figura ha sido tomada como referencia en “El silencio de los corderos”, “Psicosis” o “La matanza de Texas”.

domingo, 6 de enero de 2008

John Wesley Harding, el más buscado del Oeste

Las películas del Oeste han presentado siempre a los pistoleros como almas nobles, luchadoras y sobre todo, de manos ágiles. En la pantalla, las balas de los Colt silban alrededor de las callejas e impactan en los cuerpos de sus oponentes, dejando un reguero de cadáveres que sabemos son ficticios.

Pero el antiguo Oeste americano tuvo su momento cruel, también en la realidad. Una época en la que la vida era sesgada sin miramientos y con nombres que brillaban en la Crónica Negra de su Historia con luz propia.

Rápido con su revolver, temido por su mirada de hielo, perseguido por el asesinato de varias decenas de personas, John Wesley Harding fue el prototipo del pistolero que vimos en el cine, y que nunca debió de existir.

Nacido en el seno de una humilde familia en 1853, fue el segundo de los once hijos que tuvo Mary Elizabeth Dixon, esposa de un pastor metodista que recorría junto a su familia el estado de Texas ofreciendo la palabra de Dios a quien quisiera escuchar.

Al contrario de otros muchos psicópatas, de los que hemos ido leyendo su vida en esta sección, su infancia no fue particularmente terrible, aunque sí tuvo que sufrir las penalidades de pertenecer a una familia no muy adinerada y en un territorio todavía en construcción. Aún así, su carácter comenzó a forjarse de manera dura, cruel.

Era amigo de pendencias y pillerías, y en más de una ocasión su padre tuvo que ponerse estricto con él para intentar encauzar a su ya díscolo hijo. Su corta edad, sin embargo, provocó que todo se interpretara como tropelías de niño y todos esperaban que con la edad y la responsabilidad iría encauzando su vida.

Pero al contrario, John incrementó sus actividades beligerantes con la edad. En una de sus habitúales peleas, en esta ocasión por las atenciones de una jovencita, sacó un cuchillo y lo clavó en el cuerpo de su rival. Tenía catorce años.

La víctima no murió y esta circunstancia evitó que John fuera a prisión. Un grave error, ya que con la idea de la impunidad en su mente, su psicopatía fue en aumento.

Poco más de un año después de este episodio, la primera víctima mortal decoró su particular currilum. Se trataba de un esclavo liberado, de nombre Mage. El corpulento hombre había podido poner fin a sus días de penuria gracias a la finalización del conflicto que asoló EE.UU. años antes, pero John no compartía esas liberales ideas del norte, y su actitud dejaba mucho que desear.

Se encontraron en un callejón estrecho, por el cual andaba Mage y John pretendía atravesar montado en su caballo. El hombre no se apartó, ya que entre ambos había surgido una enemistad anterior, y el joven actuó sin pensarlo. Sacó su revolver del cinto y vació el cargador sobre el desprevenido viandante.

Con quince años, ya tenía una muesca en su revolver.

Huyó de la ciudad y comenzó una carrera en la que los asesinatos y las carreras se multiplicaron y con dieciseis años, dió con sus huesos en un fortín del ejército, donde fue recluído.

Allí consiguió un arma, al parecer vendida por un prisionero que la mantenía oculta y organizó un plan de fuga. Se fingió enfermo y al entrar el enfermero a la celda, a comprobar su estado de salud le descerrajó varios disparos y salió huyendo. En la persecución abatió a tres soldados que le perseguían y su leyenda comenzó a circular por el estado de Texas.

Buscó refugio en un rancho, el Chisolm, en una época donde se contabilizaron al menos siete nuevos homicidios. Juego, mujeres y su mente perturbada fueron las excusas.

Es en este episodio cuando tuvo lugar una de las mayores “hazañas” del pistolero. Durante una noche de juerga en la cantina, aparecieron cinco cuatreros mexicanos, que buscaban gresca. Todos los compañeros de John optaron por retirarse, pero él no. De manera mecánica y fría, los abatió uno a uno y después, pidió al cantinero que le sirviera la cena.

Se casó con Jean Bowen y tuvo con ella cuatro hijos, pero esto no impidió que continuará con su macabra carrera.

Sus correrías ya tenían un precio: 40,000 dólares se ofrecían por su cabeza.

El azar le llevó hasta una mítica ciudad, Abilene, donde ejercía como Sheriff una de las grandes figuras de la época: Wild Bill Hickok. Este había oído que Harding merodeaba por la zona y había extremado las precauciones.

John lo sabía y estaba tenso. En la habitación del hotel donde se escondía medraba nervioso. De repente, escuchó un terrible sonido que provenía de la habitación de al lado. Se trataba del ronquido de su vecino. Sin pensarlo, apoyó el cañón de su arma en la pared, construida de fina madera y disparó. El ronquido cesó, pero él tuvo que escapar.

Finalmente, decidió mudarse a la más tranquila Florida, y a borde de un tren con su familia, fue localizado por dos rangers de Texas, que lo detuvieron. Por fortuna para él, no existía la pena de muerte allí y fue condenado a 25 años de prisión. En ella aprendió leyes y obtuvo el título de abogado. Cuando salió, 17 años después, comenzó a trabajar en El Paso como abogado, pero como bien se dice, “quien a hierro mata...”.

Durante una partida de dados en el saloon, sonó un fuerte disparo. John Wesley Harding cayó, abatido por el arma de un antiguo sherirf John Selman.

Su vida ha sido llevada al cine, interpretada por Rock Hudson y una conocida canción de Dylan recorre su trayectoria, tan vital como nefasta.