lunes, 10 de diciembre de 2007

Landrú, un pérfido Barbazul


El pérfido Barbazul se basó en un pesonaje de la Edad Media, el cruel Giles de Rais, pero el cuento narra como un noble asesinaba a sus esposas para quedarse con sus fortunas y continuar siendo rico.

Desgraciadamente, muchas veces la realidad supera la ficción y lo que en un momento dado es la imaginación de un escritor, se torna terriblemente real.

Es el caso de Henri Desiré Landru.

Francés, como Giles de Rais, Landru llevó a su país a la más oscura sima del horror, ya que en su haber contaba con la confesión de once muertes reconocidas. Para la policía, la cifra había de elevarse en número comprendido entre los 190 y 300.

La mayor parte de ellas se correspondían con sus mujeres. Sí, mujeres, pues Landru ideó una eficaz manera de atesorar una gran cantidad de dinero: casarse con cuantas más mujeres mejor, sobre todo si tenián una paga de viuda o posibles, y tras su muerte, aprovecharlo todo.

Landru nació en el seno de una familia humilde de París. Su padre, fogonero en una fundición industrial, y su madre, que trabajaba como costurera, le intentaron dar una educación recta, y parecía que lo estaban haciendo bien.

El pequeño problemilla de Henri fue su afción hacia el dinero y la buena vida. En 1889 se vio obligado a casarse con su prime hermana Marie Remy, con quien tuvo cuatro hijos, a los que siempre tuvo engañados y desconocedores de su doble vida.

En 1909, Landru, mientras ojeaba un periódico, se dio cuenta de un anuncio. En él, una viuda ofrecía su hacienda y su dinero a quien pasara el resto de su vida con ella. El hombre, inteligente pese a su maldad, decidió ofrecerse como compañía a las viudas, a cambio de compartir rentas.

La primera viuda que leyó su anuncio, inserto en un periódico de Lille, madame Izoret, picó ante las artimañas del todavía joven Landru, quien consiguió de su primera víctima la nada despreciable cantidad de 20.000 francos.

Pero la viuda sospechó de él y le denunció, lo que le costó una estancia en la carcel. Durante su encierro, el criminal francés urdió un plan para que no volviera a suceder lo mismo: cambiaría de identidad tantas veces como hiciera falta, pero no dejaría tras de si a nadie quien pudiera delatarle.

Tras varias detenciones, todavía sin tener crímenes de sangre en sus manos, su padre decidió suicidarse, ante la vergüenza que le suponía tal hijo.

Mientras, el estallido de la guerra favoreció su salida de prisión y, por suerte para él, la cantidad de jovenes viudas que causaba el desastre bélico crecía día a día.

Jeanne Cuchet fue la primera inició una relación seria con Raymond Diard, nombre bajo el que se camufló el astuto Landru.

En unas semanas, la viuda Cuchet comenzó a recibir informes de la vida extraña de su pretendiente, pero las desestimó. En 1915 madame Cuchet desapareció de su vecindario, pero de la chimenea de su vivienda surgió, durante varios días, una densa humareda.

La mujer y su hijo se habían convertido en las primeras víctimas del Barbazul.

Alertado por las preguntas de los vecinos, alquiló una casa en Gambais, a unos 50 km de París, y con una buena conexión vía ferrocarril con la capital.

Durante cuatro años, entabló relaciones con varias damas cuarentonas, aunque alguna de las que se acercaban hasta Gambais no pasaban de los 20 años, ya que la desesperación por tener un futuro digno atraía a muchas mujeres que se habían quedado desamparadas a causa de la guerra.

La casa, elegante y vistosa, albergaba una caldera donde Landru se deshacía de los cuerpos sin vida de sus conquistas, y en el caso de que los hubiera, de los de sus hijos o incluso de sus mascotas.

Las autoridades parisinas comenzaron a sospechar de las desapariciones, que podían llegar a sumar las 300, y pusieron a 50 gendarmes a investigarlas. En pcoo tiempo, se relaciónó a Landru con estas, y tras identificarlo gracias a una familiar de una de sus desaparecidas prometidas, el inspector Belin consiguió detenerlo.

En el momento de la captura, monsieur Guillet, que era el nombre bajo el que se ocultaba en ese momento, estaba cortejando a Fernande Segret, una joven actriz de 19 años que tuvo mucha suerte.

En el bolsillo de la chaqueta de Landru encontraron una agenda en la que el cruel asesino había anotado, sin faltar uno sólo, los nombres de las mujeres y las cantidades conseguidas con sus muertes. Al relacionar esos nombres con los que constaban en los archivos policiales, once de los nombres coincidieron.

En el posterior registro a la villa de Gambais, los gendarmes encontraron la escalofriante cifra de 295 huesos humanos carbonizados, un kilo de cenizas y cuarenta y siete piezas dentales de oro, que guardó en un cajón.

El juicio duró dos años, durante los cuales la sociedad parisina se dividió entre quien veía a un monstruo en el hombrecillo feo y taciturno, y quien lo llegó a admirar e incluso a hacerlo propuestas d e matrimonio.

Finalmente, la sentencia fue de muerte, y Henri Desiré Landru fue guillotinado el 25 de febrero de 1922, mientras todavía proclamaba, a los cuatro vientos, su inocencia.

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