El ego de los asesinos en serie suele ser el detonante, no ya de su actividad criminal, sino de sus detenciones. Keith Jesperson, el visitante de esta semana, fue víctima, precisamente, de su afán de protagonismo y de querer atribuirse un crimen que cometió, pero que otros se atribuyeron.
Keith nació en Chilliwak, en la Columbia Británica canadiense, en 1955. Su infancia fue moderadamente normal, aunque su crueldad con los animales ya apuntaba su desequilibrio mental y lo que podría llegar a ser.
Se casó con Rosa, una mujer de ascendencia mexicana con quien tuvo una hija, Mellisa. Esta sorprendió a su padre en una ocasión torturando a su gatito, apaleándolo tras atarlo en el tendedero.
Esto fue demasiado para la niña, y para su madre. Poco tiempo después, esta solicitó el divorcio.
Keith comenzó entonces a trabajar como conductor de camión para una empresa que realizaba viajes por varios estados americanos.
Taunja Bennet fue su primera víctima, durante esa convulsa época de su historia personal.
La conoció en un bar de Portland, donde la engatusó para que subiera a su coche y la llevó hasta un lugar apartado. Allí, comenzó a estrangularla, hasta que la joven perdió el conocimiento. Luego, la reanimó y cuando ella estuvo medio despierta, la volvió a estrangular mientras la violaba. Repitió esta secuencia de hechos hasta que ella murió.
Luego, la dejó en el suelo y se fue.
El crimen fue catalogado como “sin resolver” y pese a todas las informaciones que aparecieron en prensa, no se pudo averiguar qué ocurrió.
Hasta que Laverne Lavinac confesó el crimen. Esta era una señora mayor, aficionada a las series policiacas y libros de género negro. Al parecer, quería ser asesina serial, pero no tenía el valor de matar a nadie. Este cadáver, sin identificar, era su oportunidad. Acusó a su novio, John Sosnovek, mucho más joven, como auténtico ejecutor del asesinato y violación, aunque aseguró que ella había participado porque él le pidió ayuda para cometerlo.
Ambos fueron detenidos y condenados, aunque algunos de los policías responsables del caso no estaban muy convencidos, ya que habían huecos en sus declaraciones.
Al conocer la noticia, Keith montó en cólera. ¿Quién eran esos dos que se atribuían un crimen cometido por él?
Comenzó a confesarse autor del crimen, pero eso sí, sin dar su nombre. Firmaba sus notas, escritas en baños públicos y paredes con una carita sonriente. Pronto comenzó a escribir a los periódicos, dando explicaciones y detalles del asesinato.
En sus notas, firmaba con un “smiley”, una carita feliz, motivo por el que comenzó a ser conocido como “El asesino de la carita feliz” o del “smiley”.
Comenzaron a aparecer cadáveres, siempre estrangulados, de mujeres jóvenes.
Los periódicos comenzaron a dar publicidad y notoriedad al asesino, pero la policía comenzó a estrechar el cerco en torno al misterioso homicida.
Y el punto de inflexión se produjo al investigar el caso de Julien Whinihgam. Estaba al cargo del caso Rick Burnett, el detective que consiguió detener a Wesley Allan Dodd, otro de los insignes habitantes de estas páginas.
Las investigaciones aclararon que esta joven, hallada muerta en Washington, había subido a un camión conducido por un hombre alto y fornido. Ella acababa de separarse de un camionero violento, que abusaba de ella y esto llamó la atención del detective.
El camionero fue identificado como Keith Jesperson, y tras comprobar el resto de casos (ocho, hasta ese momento), su nombre apareció en más de una ocasión.
Una vez establecida la conexión, no tardaron en detenerlo y obtener una confesión. Las pruebas eran numerosas y no habían demasiadas dudas.
Keith escribió una carta a su hermano, en la que se confesaba autor de los crímenes, y le dijo que después de leerla, la destruyera. El hermano y su padre, aconsejados por su abogado, la entregaron a la policía. En pocos días, se le relacionó con todos los crímenes y se le etiquetó como asesino en serie.
Al conocer la noticia, le pudo el ego, y comenzó a confesar, con todo lujo de detalles, cada uno de los asesinatos, en especial, el de Taunja Bennet.
Los presuntos asesinos, Laverne y John, fueron liberados sin cargos, cuatro años después.
Hoy, Keith vive en una prisión estatal estadounidense, condenado a tres cadenas perpetuas. Pinta cuadros, que se venden a través de Internet, a un precio bastante alto. Además, su hija Mellisa escribió un libro contando su experiencia como hija de un psicokiller, que ha sido recientemente un éxito de ventas en América.