domingo, 20 de abril de 2008

Adolfo de Jesús Constanzo, el “Narcosatánico


¿Qué alienta a un asesino a cometer los atroces actos que deja tras de sí a lo largo de su vida?

Una pregunta difícil, muy difícil de contestar…

En unos casos es el ansia de poder sobre sus víctimas, el poder sobre una presa sometida. En otros, se trata simplemente de desahogar una ira o una frustración arraigada en su mente. En otros casos, la pura demencia es la responsable.

Y en el caso que ocupa hoy la Crónica Negra, se trata de la religión, una manera extraña, perversa, de entender lo que debería ser una corriente filosófica y vital.

Y eso que la religión de la que Adolfo de Jesús Constanzo era sacerdote era de origen africano y sus métodos, muy alejados de lo que se considera aceptable.

Y es que el Palo Mayombe, una religión santera ampliamente arraigada en Haití y otras partes de Sudamérica puede contener algunos sacrificios, que también pueden ser humanos, para desgracia de los infortunados que caigan en sus redes.

Y es que Adolfo se crió con la santería en casa, ya que su madre, una cubana en el exilio, afincada en Miami, ejercía como santera. Su infancia fue dura, y tanto él como su progenitora fueron arrestados en varias ocasiones por vandalismo, robos y otros delitos menores. Ella siempre creyó que su pequeño hijo, al que tuvo a la edad de 15 años, tenía ciertos poderes psíquicos, que le ayudaron, en teoría, a predecir el atentado a Kennedy.

De cualquier forma, Adolfo se hizo discípulo de un sacerdote del culto, quien dicen que le enseñó ciertas prácticas para comenzar a ejercer como narcotraficante y preparar estafas relacionadas con la religión que ambos profesaban.

La carrera del llamado “Narcosatánico de Matamoros” había comenzado.

Con sólo 27 años, edad con la que fue detenido, había tejido un complejo entramado en el que el tráfico de marihuana desde Matamoros, ciudad fronteriza con Estados Unidos hacia este país era sólo la punta del iceberg.

Las investigaciones que comenzaron a descubrir la trama en que se había sumergido este brujo se horrorizaron al encontrar toda la maldad que vieron.

Entre sus esbirros y colaboradores, por cierto, se encontraban nombres relacionados con la Policía mexicana e incluso políticos locales.

Muchos personajes importantes de la sociedad mexicana, e incluso estadounidense, acudían a Adolfo para que este realizará algún sortilegio que le facilitara un negocio, le protegiera frente a un enemigo o maldijera a un enemigo, bajo los auspicios del Payo Mayombe, en una interpretación totalmente desquiciada de esta milenaria religión.

Paralelamente, un nutrido grupo de seguidores se encargaba de ir captando nuevos adeptos, auténtica carne de cañón para cumplir con sus negocios como narcotraficante.

Para ello, contó con la inestimable ayuda de una joven norteamericana. Joven, hermosa, activa y con unas grandes dotes para convencer a los incautos, Sara Villarreal Aldrete se convirtió en su amante y confidente, en su mano derecha

Los jóvenes incautos, o quizás no tanto, comienzaron a interesarse por las actividades de los “narcostánicos”, y se unen a la comunidad. Adolfo les aseguró que no tendrían que preocuparse más del dinero, ni de la moral imperante. Se convertirían en seres invulnerables, invisibles y poderosos, si siguen sus indicaciones.

Para ello, tenían que consumir una ganga, un brebaje que debían beber caliente, y que estaba compuesto por diversos ingredientes secretos. Entre ellos, el cerebro de una persona (mejor de un asesino o un loco, decían), varias extremidades amputadas, sangre humana, alcohol y otras substancias.

Para conseguirlas, no dudaban en secuestrar a turistas, vecinos de ambas partes de la frontera y ejecutarlos en asesinatos rituales.

En ocasiones, era Sara la que ejecutaba personalmente al incauto. Le colgaban de una soga, de manera que pudiera agarrarse con las manos, luchando para sobrevivir. Mientras se afanaba por respirar, bajaban la soga hasta un caldero con agua hirviendo, y por el camino, Sara le cortaba el miembro viril y los pezones con unas tijeras. La agonía duraba varias horas, e incluso en alguna ocasión, le abría el pecho con un gran cuchillo y todavía vivo, le arrancaba parte del corazón de un mordisco, mientras el pobre infeliz, todavía consciente y forzado a verlo todo, gritaba de puro dolor.

Mark Kilroy fue uno de las víctimas, y con parte de su columna vertebral, Adolfo se confeccionó un alfiler de corbata.

Finalmente, las autoridades consiguen suficientes pruebas para encerrar al lider de la secta y a todos sus acólitos, y comienza una persecución por todo México, que termina en un edificio de la capital.

El día 6 de mayo de 1989 la policía arrinconó a Adolfo, Sara y otros miembros de la banda y comienza un intenso tiroteo. Antes, el Padrino satánico había intentado negociar con las autoridades: si no les apresaban, daría todos los nombres de sus “clientes”, para que pudieran detenerlos.

Pero los doce asesinatos probados pesaban más que esta propuesta, y la policía estaba dispuesta a arrestarlo o liquidarlo.

Ante la presencia policial, los asesinos optaron por el suicidio. Adolfo se escondió en un armario y pidió a uno de sus secuaces que acribillara el mueble con él dentro. Quintana, su lugarteniente también se disparó y sólo tres personas quedaron vivas para ser detenidas. Una de ellas, Sara. Su testimonio fue vital para esclarecer las circunstancias de la tétrica historia.

Así terminó una época de terror y muertes atroces en México, que sirvió para que Álex ce la Iglesia creara una película basada en las correrías de estos dos psicokillers y sus compinches, con el título de Perdita Durango. Según el director, en la cinta suavizó los hechos porque sino, “nadie los habría creído”.

lunes, 14 de abril de 2008

Anatoli Onoprienko, la bestia de Zhitómir


Si bien Estados Unidos es el escenario de muchas de las andanzas de los tristemente célebres protagonistas de estas páginas, otros países han sido elegidos por estos dementes para realizar sus horribles crímenes.
Rusia y sus satélites también tienen su larga lista de personajes terribles (que no se limita a Stalin y Rasputín) y que en tiempos cercanos, muy cercanos, han ocupado páginas y páginas de periódicos.
En Ucrania se recuerdan dos nombres, dos personas que han segado decenas de vidas y que vieron acabar el siglo pasado. En el caso del que nos ocupa hoy, permanece en prisión a la espera de que se cumpla la pena de muerte, que pese a quedar congelada por decisión gubernamental, los ciudadanos exigen año tras año para este individuo.
Anatoli Onoprienko se considera a sí mismo “el mejor asesino del mundo”. En una nota distribuida por sus abogados asegura que “no me arrepiento de nada, y si pudiera, sin duda volvería a hacerlo”.
Volvería, si pudiera, a contabilizar 52 personas cruelmente asesinadas. De estas, 10 fueron niños y bebés.
El tiempo comprendido entre 1989 y 1996, año en que fue detenido, se considera en el país del Este como una época negra, oscura y llena de terror.
El origen del oscuro asesino parece remontarse a la infancia. Que extraño, ¿verdad?
Según confesó en el largo y problemático juicio, su madre murió cuando él contaba con cuatro años y había sido abandonado por su padre y su hermano en un orfanato, donde creció en un ambiente desde luego nada aconsejable.
Una vez con posibilidades de salir de allí, se enroló en la Marina Soviética, con la que viajó a lo largo y ancho del mundo. Uno de esos viajes le llevó hasta Rio de Janeiro, donde quedó cautivado por la imagen que ofrece el Cristo de Corcovado, que con sus brazos abiertos domina la ciudad.
La figura le marcó, de tal manera que en su mente, todas sus acciones posteriores eran marcadas con una cruz, en recuerdo de esta famosa figura.
Tras el paso por la Armada, fue bombero en la ciudad de Dneprorudnoye, donde se le calificó como un hombre “duro pero justo”.
Y con todo esto, llegamos a 1989.
El lugar, la región de Zaporijia. Onoprienko da el alto a un coche, que le evita e intenta escapar. Dispara con una escopeta contra el vehículo y mata al conductor. Luego, mata a la mujer, en el asiento del copiloto y masacra a los dos niños de la parte trasera con un cuchillo, mientras lloraban desconsolados.
“No quisieron detenerse ante la orden del diablo”, dijo en el juicio, en el que dio todo tipo de detalles acerca de este crimen, del que dijo que “era el principio del juego”.
Con nueve muertes a sus espaldas y con la policía estrechando el cerco sobre el asesino, decidió huir del país, y desplazarse a otros lugares para pasar desapercibido. Salió sin visado y llegó hasta Austria, desde donde pasó a Francia, Grecia y Alemania, donde cometió diversos robos e incluso pasó una temporada en prisión.
Expulasado y repatriado, volvió a Ucrania, y en esta época es cuando explotó la bestia.
Seis meses, medio año de auténtica locura y de horror desatado.
Dos mil agentes de policía, investigadores de la Policía Federal y Local, se movilizaron para encontrar a quien ya se consideraba una bestia satánica, un animal furioso que debía ser detenido a toda costa. Incluso se movilizó una división del Ejército para encontrarlo y acabar con él.
De octubre de 1995 hasta marzo de 1996 Ucrania recibió el más duro golpe de su historia reciente, sólo superado por la tragedia de Chernobyl. Cuarenta y nueve personas asesinadas sin piedad, sin más motivo que el ser robadas y todas ellas, por la mano de un mismo hombre.
El relato de las correrías de Onoprienko continuó durante el juicio.
En la Nochebuena de 1995, la familia Zaichenko disfrutaba de una agradable cena navideña, cuando Anatoli decidió entrar en su vivienda. Era una casa apartada, y aprovechó el momento. El padre murió a consecuencia de los disparos, pero la madre y los niños cayeron por las cuchilladas que el psicópata les propinó, uno a uno.
Después, incendió la casa, no sin llevarse un botín de la misma: un par de alianzas de oro , un crucifijo del mismo material y dos pares de pendientes. En eso valoró Onoprienko la vida de la familia.
Seis días más tarde, otra familia fue víctima de sus andanzas.
Rompió la ventana de la casa con un hacha y esperó a que saliera el padre. Lo mató con la herramienta y luego atacó a la mujer. Entró en la casa y asesinó al hijo menor, mientras la hija mayor, también de corta edad lloraba aterrorizada. A ella, la decapitó. Todo esto lo relataba con una tranquilidad pasmosa frente a los familiares de sus víctimas.
Una casualidad llevó a su detención, y el hallazgo de posesiones de los asesinados en su apartamento le condenó sin remisión.
En el juicio fue declarado en su sano juicio, y la condena a muerte ratificada por clamor popular, aunque todavía no se ha cumplido, a tenor de la moratoria de Unión Europea.
pea.
Hace unos días, Onoprienko ha vuelto a ser noticia. Ha declarado, desde su confinamiento, que "una voz intergaláctica" le impele a volver a matar, a cometer atrocidades. Por suerte, está a buen recaudo y no va a poder escapar para incrementar su ya larga lista de asesinatos.

[ACTUALIZACIÓN]: Onoprienko falleció el 27 de agosto de 2013 a causa de un ataque de corazón. Nunca se arripintió de sus crímenes y poco antes de morir aseguró que no tendría problemas en volverlos a cometer.

lunes, 7 de abril de 2008

Robert Berdella, el coleccionista de Kansas


Una infancia problemática, lo sabemos, es el detonante de los terribles actos de los que voy dando fe en esta tú sección. No es una excepción en el caso que ocupa hoy esta página, el caso de Robert Berdella, que tuvo su escenario de actuaciones en el número 4315 de la calle Charlotte de Kansas City.

Este católico desengañado fue bautizado a la tardía edad de doce años, y creció en el seno de una familia de la que no se sabe nada, pero que marcó su vida de manera trágica.

Sólo se tiene constancia de un hermano llamado Daniel, siete año menor que él y que su padre falleció cuando él contaba con 16 años. Su madre se relacionó con otro hombre, una situación que el joven no aprobaba y no llegó a superar.

Otro condicionante que llevó a Robert a actuar de la manera en que actuó fue el visionado de una película cuyo argumento le marcó de por vida. En ella, un hombre decide secuestrar a una joven para que se enamore de él.

Sin miramientos, somete a la muchacha a unas largas jornadas de cautiverio hasta que, finalmente, logra su objetivo.

La cinta es El Coleccionista, y el final del film pareció encajar en su idea de amor posesivo.

Su obsesión comenzó a aflorar, al parecer, tras sufrir una violenta violación en uno de sus trabajos, a una todavía tierna edad, por parte de un compañero.

Pero la historia comienza cuando Robert sale de su Cuyahoga Falls, su pequeño pueblo de Ohio y se instala en Kansas City, donde se matricula en el Instituto de Arte de esta ciudad. Además, se inicia su contacto con las drogas y el alcohol, dos adicciones que se unen para desequilibrar aún más su frágil mente.

Abandonó el Intituto de Arte a los 20 años, en 1969, y comenzó a trabajar en un restaurante como cocinero, una profesión en la que llegó a destacar durante años.

Con el sueldo ganado en estos trabajos compró su casa en Charlotte Street, el lugar que se hizo tristemente célebre al poco tiempo, y en la que vivió una vida aparentemente ejemplar y que le hizo ser muy considerado en su comunidad, donde llegó a montar una patrulla vecinal para combatir el crimen en el barrio. Qué curioso que estos psicópatas tengan una vida tan ejemplar de cara a sus vecinos…

Al poco, abandona su trabajo como chef y abre una tienda de artículos de coleccionista, claramente influenciado por la película que tanto le marcó. Al mismo tiempo, él mismo comienza a coleccionar todo tipo de objetos de mercadotecnia, pero también pequeños “recuerdos” de sus víctimas, una vez comienza a ser más activo en los crímenes.

Berdella era homosexual, y mantenía relaciones con varios hombres, aunque no conseguía mantener una relación estable.

Rompió con un veterano de Vietnam y comenzó a frecuentar la compañía de chicos de compañía, algunos de los cuales llegaban a compartir su vivienda, a cambio de alojamiento y manutención.

En algún momento, parece ser que ocurrió algo que desencadenó la tragedia, pero no se sabe qué fue, si es que realmente necesitó un detonante para convertirse en un asesino.

Jerry Howell fue su primera víctima. Al parecer, Jerry le debía a Robert una cantidad de dinero y este no tenía intención de devolvérselo.

El 4 de julio de 1984 lo recogió y lo llevó a su casa, donde brindaron por el Día de la Independencia. Eso sí, la copa de Jerry contenía una fuerte dosis de calmantes, que lo durmieron en el acto. Robert lo violó repetidas veces, utilizando incluso un pepino, hasta que el cansancio lo venció. Durante varios días lo tuvo sedado y le administraba, además diversos cócteles químicos que acabaron matándolo. Berdella quiso pensar que fue su propio vómito el que lo mató, en descarga a su culpabilidad.

Lo cierto es que debía deshacerse del cadáver, y lo hizo como sólo los auténticos psicópatas saben: lo troceó y lo sacó a escondidas hasta el contenedor de la basura.

Emocionado, escribió todo lo sucedido en un diario que conservó y actualizó con frecuencia.

Robert Sheldon sufrió las mismas torturas que Howell, pero el sadismo había despertado en Robert y añadió la mutilación a los castigos. Destrozó a golpes sus manos y lo cegó con cola, creando un esclavo sexual que no podía huir de su tenaza.

Una visita inesperada propició que, para silenciarlo y que no molestara, le tapara la cabeza con una bolsa de plástico y así, Sheldon se ahogó. En esta ocasión, se guardó la cabeza, que enterró en el patio de la casa.

A Mak Wallace, además, le aplicó varias descargas eléctricas, y a James Ferris le mató una sobredosis de calmantes, que le libró de la tortura que le esperaba.

Después fue el turno de Todd Stoops, un hombre fuerte que, sin embargo, cayó bajo las torturas de Berdella y murió tras varias semanas de atroz sufrimiento.

Era el año 1986.

Finalmente, la última victima mortal de Robert Berdella caía tras prestarse a colaborar con él para intentar huir de una muerte cruel. Era Larry Pearson, al que seguiría Chris Bryson.

Este consiguió escapar una tarde en que Robert había salido. Se soltó de la cama y saltó por la ventana, vestido sólo con un collar de perro. La suerte quiso que un vecino le viera y avisara a la policía.

Los agentes no creían en la fantástica historia de Chris, pero consiguieron una orden de registro y entraron en la casa de Robert.

Bryson había sufrido todas las torturas que Robert acostumbraba a propinar a sus “amantes”, y las pruebas estaban a la vista. Además, se encontraron varios restos, entre ellos dos cráneos y detuvieron a Robert Berdella.

Finalmente, murió el 8 de octubre de 1992, a causa de un ataque al corazón que le sorprendió mientras cumplía condena.

lunes, 24 de marzo de 2008

Romasanta, el lobisome de Galicia



Los bosques de Galicia están llenos de leyendas, de mitos y de historias que desafían la lógica más común. Meigas, duendes y también hombres lobo surgen de la imaginería popular, quedándose para formar parte de un folcklore rico y extenso.

Pero hay casos que superan la línea de lo posible para aparecer en el “mundo real” y dejar constancia de su existencia en las páginas de la Crónica Negra.

Manuel Blanco Romasanta es el protagonista de los sucesos más extraños y macabros que han ocurrido en el Norte de la Península, pero es que, además, ha sido elegido por la industria patria del cine para llevar su historia a la pantalla grande en dos ocasiones.

Romasanta aparece como bautizado en el libro de bautizados de la Parroquia de Santa Eulalia de Esgos, en Regueiro, el día 18 de noviembre de 1809. La primera duda que suscita esta entrada el nombre. No aparece como Manuel, sino como Manuela.

Creció en esta pequeña aldea e incluso recibió la confirmación junto a sus hermanos, de manos del Obispo de la Diócesis, Dámaso Iglesias y Lago.

Una vida dedicada al aprendizaje y a obtener cierta cultura, que más adelante le serviría para acometer sus perversas ideas., fue el producto de esos primeros años de vida del joven Manuel.

Con 21 años se casó con la joven Francisca Gómez Vázquez, en 1931 años. Este matrimonio duró apenas 3 años, y acabó con la muerte de su esposa, dejando viudo al joven con 24 años.

Se ganaba la vida ejerciendo los distintos oficios que había conseguido aprender los años anteriores. Sastre, tendero, buhonero, carpintero y la curiosa tarea de escribir y leer cartas a los lugareños, ya que era de los pocos que sabía ejercer este arte.

Pero siempre, eso sí, de manera ambulante, recorriendo los caminos y bosques de su Galicia natal. Conocía perfectamente los rincones, los escondites, los atajos y las sendas más ocultas en los extensos y densos bosques gallegos.

Visitaba frecuentemente las aldeas, llevando noticias, cartas y los más diversos enseres para vender.

Así, no tardó en hacerse con la confianza de los habitantes de estas aldeas y pueblos, que confiaban en él de una manera muy sincera.

No era extraño, pues, que Manuela García Blanco, vecina de Rebordechao le creyera cuando Romasanta le prometió un futuro mejor para ella y su hija Petra, de seis años, fuera de Galicia. La promesa era encontrar trabajo en la vecina Santander, en la casa de alguna persona de cierto prestigio que les facilitara el futuro.

Madre e hija partieron con el buhonero hacia Santander, y desaparecieron de la vida de la aldea para siempre.

Cuando, después de varias semanas volvió a Rebordechao, anunció que Manuela y Petra estaban bien situadas en casa de un cura en la capital cántabra, y que era fácil encontrar un trabajo en esa ciudad. El anuncio animó a otras mujeres para dar el paso y salir a los caminos y dirigirse hasta la ciudad para colocarse y conseguir ofrecer un futuro seguro para sus hijos, casi todos ellos de corta edad.

Benita García, hermana de la primera, fue la segunda en partir con el “tendero”, y más adelante, la otra hermana, Josefa. A estas les seguiría Antonia Rúa y otras, cuyas cartas llegaban a la aldea de la mano del voluntarioso buhonero, que leía las letras que enviaban a sus familiares.

No obstante, comenzó a circular la idea de que Romasanta no era tan buen samaritano como se pensaba, y circularon rumores sobre el destino real de las mujeres y los niños.

El hombre intuyó que quizás ya no era bien recibido en la zona, y alargó sus viajes, que llegaron hasta Toledo, donde también ejerció de “hombre para todo” ambulante.

Su nombre era considerado, a esas alturas, un signo de mal agüero en Galicia, y se le tenía cierto recelo.

Tanto era así, que en Toledo, durante la época de la siega, fue reconocido por tres labriegos de la zona, desplazados para el trabajo. Estos, suspicaces, denunciaron a Manuel ante las autoridades y lo detuvieron en el acto.

Le acusaban de haber cometido varios asesinatos y de haber sustraído los bienes de las mujeres a las que había asesinado.

Lo sorprendente de la historia, y aquí entra la leyenda, fue la declaración del hombre. Confesó hasta 13 asesinatos, sí, cometidos de forma horrible, con incluso trazas de canibalismo. Pero lo que confundió a los fiscales y jueces fue su insistencia acerca de cómo los cometió. Según sus palabras, se convertía en lobo y no era consciente de sus actos. Era esta maldición, que había contraído años antes, la que le forzaba a cometer los asesinatos.

Vagaba por los bosques, con forma de lobo y atacaba a los incautos que encontraba por ellos, dándoles muerte de forma inmisericorde y cruel.

En su declaración, añadió la participación de dos licántropos más, Don Genaro y Don Antonio, que le ayudaban durante las cacerías. Nunca se pudieron identificar estos personajes, pero lo curioso del caso hizo que se interesaran en él varias personas de renombre. Entre ellas, la reina Isabel II, que conmutó la pena de muerte por la cadena perpetua. También participó un tal Dr. Phillips, un misterioso científico que creía poder curar la enfermedad mental de Romasanta con la “electro-biología”, que se cree que tenía que ver con los estudios de Mesmer, precursor de la actual hipnosis. Nunca llegó a comparecer, y Romasanta fue encerrado en la prisión de Allariz.

No hay ningún registro posterior sobre el fin del asesino, ni de traslados ni de fallecimiento, y no existe en ningún lugar una tumba con su nombre. Parece que se desvaneció entre los muros de la prisión. La leyenda dice que, convertido en lobo, consiguió escapar de allí y se perdió en los montes, y todavía hoy hay quien asegura que se oye el aullido que señala su presencia.

lunes, 17 de marzo de 2008

Cayetano Santos Gordino, el Petiso Orejudo



Hasta ahora, los visitantes de esta sección han tenido una infancia problemática, que al culminar en la edad adulta, ha sido el detonante de una carrera criminal. Este caso es distinto. Ligeramente distinto.

La infancia de Cayetano Santos Gordino fue, sin lugar a dudas, la época más terrible para los niños de Buenos Aries. Y el responsable fue “El petiso Orejudo” y sus asesinatos de niños.

Cayetano nació los últimos años del siglo XIX, concretamente, el 31 de octubre de 1989, en el seno de una familia de inmigrantes italianos. Su padre, un violente alcohólico sufría la sífilis desde hacía años, y en consecuencia, el pequeño presentaba varios problemas de salud, hasta el punto de estar en varias ocasiones al borde de la muerte.

Pero el niño sobrevivió, saltando de escuela en escuela, siendo expulsado de varias a causa de su falta de interés y su comportamiento, claramente antisocial.

Y en esos primeros años, el pequeño Cayetano, comenzó su fulgurante y precoz carrera criminal.

Fue cuando contaba 7 años cuando la leyenda del Petiso Orejudo comenzó a formarse.

El 28 de septiembre de 1904, se hizo amigo de un niño de 2 años, Miguel de Paoli, al que engañó para llevarlo hasta un solar abandonado. Allí, el joven criminal decidió agredirle. Le golpeó con saña, hasta hacerle perder el sentido y lo lanzó sobre un montón de matojos, con la esperanza de ocultarlo. La suerte quiso que un policía acertara a pasar por allí y los trasladara hasta comisaría, donde fueron recogidos por sus respectivos padres. La Justicia, como suele ocurrir en estos casos, actúo con desidia y Cayetano volvió a su casa.

En 1905 se encapricha de una niña, que cuenta con 18 meses, Ana Neri. De nuevo, la presencia de un policía salva la vida de la víctima del Petiso, aunque se lleva un buen número de contusiones en la cabeza.

El primer asesinato, sin embargo, pasó totalmente desapercibido y sólo se descubrió años más tarde, cuando el criminal fue detenido e interrogado.

Aunque no se encontró el cadáver de María Roca Face, Cayetano reconoció haber enterrado el cuerpo en un solar. Por desgracia, ese solar se convirtió en un edificio de dos plantas y no se pudo actuar en él, por lo que no se pudo confirmar. Sí que constaba en Comisaría una denuncia sobre su desaparición, así que los agentes no dudaron de su palabra, dada su trayetoria. El Petiso confesó haberla enterrado viva, pero inconsciente, en una zanja.

Tenía tres años.

En aquella época, sus padres, impotentes ante su comportamiento, decidieron entregar al niño a las autoridades, reclamando ayuda para calmar sus actividades, que pasaban por apedrear e insultar a sus vecinos.

Pasó dos meses en reclusión y volvió a la calle, donde vagó sin oficio ni beneficio, sin asistir a la escuela y prisionero de sus desvaríos psicóticos.

En 1908 lleva a Severino González Caló, de 2 años, hasta una bodega frente a un colegio. Allí intenta ahogarlo en abrevadero para caballos. Lo tiró dentro y tapó el borde con una tabla, para evitar que escapase.

Por suerte fue descubierto de nuevo, aunque ideó una excusa en la que una mujer vestida de negro había acompañado a ambos menores hasta allí.

De nuevo, escapa impune.

Un niño de 22 meses es la próxima víctima y sus párpados sufren las quemaduras de cigarro provocadas por el terrible chico.

Sus padres vuelven a entregarlo a las autoridades, y pasa tres años en un correccional, de donde sale con más ganas de delinquir.

En 1911 comienza a salir de su barrio y a callejear por Buenos Aires.

A principios de 1912 acomete otra de sus grandes pasiones: el fuego. Conocido ya por su apodo, debido a su característico físico, quema un almacén. El fuego tarda cuatro horas en ser apagado, para el deleite del pequeño.

Un poco más tarde se descubre el cadáver de un niño de trece años. Confesaría ese crimen más adelante, igual que el de la niña Reyna Bonita Vainicoff, que fue quemada viva.

Se suceden los episodios de piromanía, acompañados de la muerte a cuchilladas de una yegua en una cuadra. La violencia contra los animales fue también una constante en su corta vida…

Hay también varios crímenes frustrados por la presencia de vigilantes y policías. Finalmente, su último crimen, el más documentado, fue el que ayudó a la policía a conducir hasta el más terrible asesino que aterrorizó a la sociedad bonaerense.

Otra vez con los caramelos como excusa, engañó a Gerardo Giordano, de dos años, para que le acompañara hasta una casa abandonada. Allí comenzó a estrangularlo, pero fue interrumpido, por puro azar, por el padre del niño que le buscaba. Cayetano consiguió engañarle, diciendo que no lo había visto y le invitó a poner una denuncia de desaparición en la Comisaría. Cuando se fue, al Petiso se le ocurrió una idea: clavar un clavo en la sien al niño. Lo mató sin miramientos y cuando se descubrió el cadáver, acudió al velatorio para comprobar si el clavo continuaba donde él lo dejó.

Afortunadamente, las pistas que dejó en el escenario del crimen condujeron a su detención e ingreso en prisión. Durante años fue víctima de la violencia de sus compañeros, que le veían como un depravado. Incluso le apalizaron salvajemente cuando tiró al gato que tenían como mascota al fuego. Durante 22 días estuvo en el ala médica del presidio y finalmente, murió en 1944, en el penal de Ushuaia, con unas severas heridas internas, provocadas por otra paliza.

lunes, 10 de marzo de 2008

Richard Chase, un vampiro suelto en Sacramento

En las semanas que llevamos sumergiéndonos juntos en las mentes de los peores criminales de la Historia, has tenido ocasión, querido lector, de conocer la personalidad de muchos tipos de personas. Todas, al final, han caído en las redes de la depravación y el asesinato.

La infancia se ha visto marcada como “culpable” de estos comportamientos, y esta semana, para no variar, lo va a ser otra vez.

Richard Tranton Chase fue un niño que sufrió las continuas riñas y peleas de sus progenitores. Él, alcohólico, no escatimaba insultos y violencia contra ella. Este escenario no podía acabar de otra manera que en divorcio, una situación que marcó profundamente la psique del chico.

Fue a los 21 años cuando decidió salir el hogar y comenzar una nueva vida junto a unos buenos amigos, en un piso alquilado en el que las drogas y el alcohol fluían sin mesura.

Los años en un hogar desestructurado y las drogas en su juventud consiguieron, finalmente, que su mente se partiera y desarrollara una fuerte esquizofrenia.

Continuamente hablaba de una importante organización criminal que le perseguía y quería acabar con su vida. Tal fue su locura que procedió a tapiar las puertas y ventanas de su habitación y sólo salía de la misma a través de un pequeño y angosto agujero que hizo tras el armario.

Un día decide raparse el cabello y contempla, asustado, como su cráneo comienza a deformarse y los huesos del mismo desgarran su piel. Acude al médico aterrado y le cuenta que, además, alguien le ha robado la arteria pulmonar, por lo que no consigue respirar bien.

Obviamente, es internado en un centro psiquiátrico para evaluar e intentar curar sus delirios. Pero el destino quiere que sea dado de alta contra los deseos de muchos de sus médicos, que alertan del peligro que puede suponer Richard para la sociedad.

Y no se equivocan.

Deja toda la medicación prescrita y comienza a delirar sobre que su sangre se convierte en polvo. Para sustituirla, debe de ingerir sangre fresca en grandes cantidades. Y es entonces cuando la encuentra en pequeños animales.

Gatos, perros, conejos… cualquier animal que corra la mala fortuna de cruzarse en su camino se convierte en parte del líquido remedio que salvará su vida.

Vuelve a ser internado, pero al poco vuelve a estar en la calle.

Esta vez es la Coca-Cola la que acompaña al carmesí elemento hasta su estómago, a modo de bebida combinada, digna del mismísimo Drácula.

Dos nombres son importantes en aquellos días para Richard, nada recomendables, por cierto. Se trata de Kenneth Bianchi y Angelo Buono, asesinos seriales más que conocidos y de los que se hablará en estas páginas.

Colecciona todos los recortes de prensa con sus andanzas y decide comprarse un arma, una pistola del calibre 22, con la intención de utilizarla para imitarles.

La utiliza al poco tiempo, con sólo 28 años, sobre un desconocido con el que se cruza por la calle. Le descerraja dos tiros y lo deja muerto en la acera.

Una joven de 22 años es su siguiente víctima. Teresa Tallin estaba embarazada de tres meses, y fue asesinada en su propia casa, a donde acudió Richard, elegida quizás de manera aleatoria. Recibió tres disparos y después, el “vampiro de Sacramento” se cebó con ella. La abrió y comenzó a vaciar los órganos sobre la cama y con el vaso de un yogur, disfruta de la todavía caliente sangre de Teresa.

Unos días más tarde decide entrar en la casa de la familia Miroth. En ella se encontraban Evelyn Miroth, su hijo pequeño Jason, su sobrino David y un amigo de los niños, Daniel Meredith. Los cuatro cayeron frente a los disparos del psicokiller.

Una vez muerta, la infortunada Evelyn fue violada por ya desquiciado Richard, Después de tan execrable acto, bebió su sangre y después dirigió su atención hacia los niños.

Fue interrumpido por alguien que llamó a la puerta, mientras estaba ocupado con uno de ellos. Se vio obligado a escapar, aunque huyó con el cadáver del más pequeño de ellos, un bebé de 22 meses.

Terminó con él en su casa, de la manera brutal y horrible que, estimado lector, puedes imaginar.

La policía estaba desconcertada, ya que no se seguía un patrón habitual y los crímenes parecían haberse efectuado de manera aleatoria, por lo que no conseguían ningún avance en las investigaciones.

Tras el asesinato de los Miroth, decidieron hacer un registro en toda la ciudad, buscando una pista.

Con este sistema se acercan a casa de Richard, que está terminando de empaquetar los restos de su último crimen, los del pequeño MIroth.

No abre la puerta a los agentes, pero estos, al escuchar ruidos decidieron esperar y vigilar el apartamento.

No se equivocaron. Al poco, Richard salía con una caja, que al ver a los agentes soltó y que cayó al suelo mostrando su macabro contenido.

Trozos de cuerpo humano se esparcieron por el suelo y los policías que consiguieron mantener el tipo arrestaron a Richard.

En el apartamento encontraron los restos de sus asesinatos: sangre por doquier, un tupperware con vísceras de animales y humanas y una licuadora con la que preparaba su bebida favorita.

“Yo no he sido”, comentó Richard a los que le detuvieron. “Esto es un complot”, aseguró.

Finalmente reconoció haber ingerido carne y sangre humana, “porque la necesitaba” y fue encarcelado. Desde la cárcel continuaba asegurando que el complot estaba urdido por sus padres, por extraterrestres o incluso por Frank Sinatra.

Consiguió suicidarse en 1979, ingieriendo una alta dosis de pastillas, a los 29 años y con 44 asesinatos demostrados a sus espaldas.

lunes, 3 de marzo de 2008

John Wayne Gacy, el payaso asesino

La infancia, querido lector. Que gran momento, que pasa fugaz por nuestras vidas y deja tenues recuerdos. En ocasiones, esos recuerdos vuelven a nuestra mente a medida que pasan los años y es fácil ir recordando esos pasajes de nuestra historia que dejaron huella.

Y en ellos, probablemente, la figura de un payaso tenga una relevancia especial. Sí, los payasos acompañan las fiestas infantiles, les alegran y divierten sin más pretensión que hacerlos felices.

Que gran labor realizan los payasos, ¿verdad?

Pero también hay un lado oscuro en estos simpáticos personajes, que en ocasiones hacen que el niño más alegre salte en el llanto más desgarrador.

Quizás, en lo más profundo de su mente, relacionen a esa cara multicolor con terribles crímenes y grandes barbaridades realizadas contra las personas.

Quizás, y sólo quizás, atisben la cara de Pogo, de John Wayne Cacy.

Nació tras la Gran Guerra, en 1946. Fue en Chicago, en el seno de una católica familia irlandesa, compuesta, como no, por un padre alcohólico, dos niñas y una madre maltratada por su marido y él mismo.

-La infancia de John transcurrió, como es normal en este tipo de personas, en mitad de los sentimientos encontrados frente a su padre. Por un lado, sus continuos abusos verbales contra él y las mujeres de la casa, y por el otro, el ansia de ser digno de recibir la atención del progenitor, hacer que se sintiera orgulloso de él y no incurriera en esos severos castigos.

Con 11 años, comenzaron los problemas de salud para John. Un golpe en la cabeza, provocado por los juegos con sus amigos, le costó un coágulo en la cabeza. Quizás sea ese uno de los motivos de su comportamiento posterior, aunque probablemente, no tenga nada que ver, y sólo sea su perturbada mente la responsable.

Este episodio se pudo arreglar sin más problema gracias a la medicación, aunque tardó varios años en diagnosticarse. A medida que crecía, sus problemas de salud continuaron, esta vez con el corazón como protagonista. Su órgano motor comenzó a provocarle molestias, aunque los médicos decidieron que no era un gran problema y que podía continuar con su vida.

Tras una época de instituto con bajas notas, partió a probar fortuna a la luminosa Las Vegas, donde terminó ejerciendo en empleos de baja consideración, y tuvo que volver a su Chicago natal. Allí se matriculó en una escuela de negocios, desde donde comenzó a ganar una posición social gracias a sus dotes de vendedor.

Conoció por esa época a Marlynn Myers, cuyo padre era propietario de una franquicia de Kentucky Fried Chiken y ya tuvo su futuro profesonal asegurado, en la dirección del restaurante.

También despuntó entonces su vocación de ayuda a la comunidad. Se disfrazaba de payaso y acudía a los hospitales y orfanatos, para alegrar a los pequeños allí internados. Pogo, su personaje, era querido y admirado por la chiquillería. Era agradable, risueño y simpático. Todo un gran personaje a nivel social.

Hata que, las malas lenguas, envidiosas quizás de su posición, comenzaron a trabajar. Se decía que John tenía una querencia especial hacia los jovencitos que trabajaban con él en el restaurante. Se decía que no atendía convenientemente a su esposa y que frecuentaba la compañía de jovencitos que le procuraban el desahogo que no obtenía con ella.

Entonces, apareció Mark Millar, un joven que le acusó de haberlo retenido contra su voluntad y violado en su propia casa, tras engatusarlo y atarlo en la cama.

John dio con sus huesos en la carcel durante varios años, hasta que salió de prisión por buena conducta. Divorciado, rehizo su vida con Carole Hoff, que aportó al matrimonio dos hijos. Sabía de la condición de ex-convicto de su marido, pero creía en él y le dio una nueva oportunidad.

Sin que ella lo supiera, las correrías criminales del payaso, pues continuaba con su labor desinteresada por los niños. Nada hacía sospechar que este ciudadano modelo, hombre del año de su comunidad, fuera un terrible asesino.

Y es que los secuestros continuaban. Empresario de la construcción, utilizaba todo su encanto personal para atraer a jovencitos, tanto trabajadores suyos como víctimas propiciatorias, hasta su casa y los ataba. Las violaciones se complementaban con torturas que duraban varias horas. Sumergía al muchacho en la bañera, llena de agua, y con la cabeza tapada, hasta que la asfixia podía con él. Cuando estaba a punto de fallecer, lo revivía y continuaba con su tormento. Disfrutaba mucho con esas depravadas prácticas. La violación también la efectuaba con utensilios cortantes, juguetes sexuales que destrozaban a sus víctimas.

La fortuna quiso sonreír a Jeffrey Rignall, que consiguió sobrevivir al cruel destino que le preparaba Wayne, aunque no habló hasta que detuvieron al asesino.

Los vecinos estaban encantados con el regordete hombre de negocios, aunque de su jardín, decían, surgía un desagradeble hedor, que decía su propietario, venía de un sumidero cercano, de unas tuberías en mal estado.

La desaparición de Robert Piest provocó una investigación sobre el considerado buen hombre, finalmente, se destapó todo. En su jardín se encontraron los restos de más de 20 cadáveres. El resto, hasta 33, estaban en un río cercano.

El juicio fue sumarísimo, y John Wayne, el payaso, fue condenado a morir por inyección letal. La pena se cumplió en 1994, dos años después, aunque dificultades con un cateter provocaron que tardará unos 27 minutos en morir.

Sus últimas palabras definen muy bien su verdadero carácter: “Bésame el culo”, le dijo al funcionario que le acompañó hasta su última cita.