En la Álava del siglo XIX, una ola de asesinatos llevaron a las autoridades a buscar a un personaje terrible, que violaba, asesinaba y después, extraía las “mantecas” de sus víctimas antes de abandonarlas en el lugar de su muerte.
El responsable, se supo después, era Juan Díaz de Garayo.
No era esa realmente la conclusión de los asesinatos probados de este hombre maduro, ya que una investigación posterior consiguió demostrar que los asesinatos tenían por objeto paliar sus voraz apetito sexual y las cuchilladas posteriores provenían de una demente sed de sangre. Las condiciones de la época, obviamente, no pudieron ir más allá.
La historia sangrienta de Díaz de Garayo comenzó siendo él mayor, según se recoge en las crónicas de la época. Su primer asesinato tuvo lugar después de cumplir los 50.
¿Por qué motivo? Se supone que durante las décadas previas, había estado saciado, ya que estuvo casado en cuatro ocasiones. Según se puede leer en algunas crónicas, la primera esposa le mantenía bien atendido y nunca dio muestras de ser el asesino en que luego se convirtió. Pero esta mujer murió, igual que las dos siguientes. No se pudo establecer una relación del hombre con la muerte de las mujeres, pero a la vista de los sucesos posteriores, bien pudieron acabar muertas en sus manos.
Después de la muerte de sus esposas se mostraba más irritable que de costumbre. Era un trabajador de la tierra sobrio y serio, y su carácter era sombrío.
El 2 de abril de 1870 Díaz de Garayo discutió con una prostituta acerca del pago de sus servicios, y encolerizado, la acabó estrangulando. La violó una vez muerta y con un cuchillo, desgarró su vientre, sacando las vísceras.
Horrorizado, huyó del lugar y no se sabe si el horror que había protagonizado le impidió volver a matar durante meses, o es que los crímenes que pudiera cometer hasta el 12 de marzo del año siguiente, fecha de su segundo asesinato, no se pudieron relacionar con él.
El caso es que otra prostituta cayó bajo la mirada desquiciada de Juan, que volvió a violar el cadáver y a destriparlo sin contemplaciones.
Otra vez, el sacamantecas desapareció sin dejar rastro durante algo más de un año, sin que las autoridades pudieran desentrañar el misterio.
En 1872 los crímenes se producen con más frecuencia. El 2 de agosto asesinó a una niña de 13 años, y el 29 del mismo mes, a una prostituta no mucho mayor.
El mes siguiente, se cobra dos nuevas víctimas, el 7 y el 8, con apenas un día de diferencia entre ellas. Sus víctimas, una joven campesina y una mujer de 52 años, que son las últimas de las que se tienen constancia.
La investigación demostró, sin embargo, que hubieron varios intentos frustrados, por suerte de las mujeres que consiguieron escapar.
Su detención se produjo de forma muy curiosa. Se creó en torno a la figura del aseino la fama de Sacamantecas, es decir, un sicario que sacaba la grasa de los muertos para diversos usos nada claros. Una niña, al verle por la calle, comentó que “con esa cara, parecía el sacamantecas”. La poco agraciada cara de Juan le delató, pese a que la niña ni siquiera sabía de quien hablaba.
La policía, quizás algo desorientada y con pocas pistas, decidió interrogarle, casi por llenar expediente, y cual fue su sorpresa cuando, tras las primeras preguntas de rigor, confesó ser el autor de los crímenes. Al parecer, el mismísimo Satán se le aparecía por la noche y le impelía a cometer las atrocidades.
Con demonio o sin él, se recabaron suficientes pruebas para condenarle al garrote vil, una sentencia que se consumó el 11 de mayo de 1881, a manos del más afamado verdugo de la época, Gregorio Mayoral.