domingo, 4 de enero de 2009

Harvey Murray Glatman, el fotógrafo del miedo


Las apariencias pesan demasiado en nuestra sociedad. En ocasiones, la valía real, lo bueno de cada persona, queda eclipsada por un físico no demasiado agraciado. Nunca se llegó a saber si Harvey Murray Glatman tenía un valor real en su interior, si era una persona brillante en su interior. Su fealdad exterior le causó un gran trauma en su infancia. Nació en Boulder, Colorado, el año 1927, y ya desde pequeño destacó por su físico, ajado, desagradable para sus compañeros de estudios y juegos. Los niños pueden ser muy crueles y los motes que le cayeron encima, como una gran burla y un terrible escarnio eran similares a “Dumbo”, “Cabezón”, “El Monito”, “El Bombillita”. El odio comenzó a aflorar en su mente y se retrajo en si mismo. Su rostro, efectivamente, no era nada agraciado. Sus orejas destacaban en su cabeza y no se ajustaba a los cánones impuestos por la sociedad de su momento. Las chicas no disfrutaban con su presencia, porque se había vuelto huraño, solitario y poseedor de un gran rencor por todos los que le habían rechazado. Como no, las mujeres recibieron una sobrada parte de ese odio, de ese rechazo. Ya en el instituto, comenzó a robar los bolsos y las mochilas de sus compañeras. Oculto, las abría, las miraba y escudriñaba, contemplando su contenido y recreándose con él. En aquella época, el único sexo que tenía era consigo mismo. El onanismo era la única relación carnal que conseguía mantener. Le excitaba la presencia femenina, pero a distancia, sin llegar a intimar con ninguna de las muchachas que vivían a su alrededor. Los diecisiete años, su obsesión dio un paso más. Se hizo con una réplica de un revólver y salió a la calle, en busca de mujeres jóvenes, de chicas de su edad. Se acercaba a ellas y les enseñaba el revólver falso. Ellas se quedaban paralizadas por el miedo. Él les pedía que se desnudaran, mientras las observaba y se recreaba en su miedo y su desnudez. No hacía nada más. No las agredía, no las violentaba. Sólo se abstraía mirándolas. Luego, las pobres muchachas eran invitadas a vestirse e irse. Él las seguía con la mirada cuando se iban, y pronto se cansó de su macabro juego. No le producía más que un goce limitado, unos minutos de placer. Entonces pensó que podía retener esas imágenes. La fotografía era la solución, así que compró una cámara y se las ingenió para obtener fotos de mujeres, de cientos de ellas. Las tomaba a escondidas, aunque su obsesión fue su perdición. Tras una temporada haciendo esto, fue localizado y detenido por la Policía. Se trasladó a la populosa Nueva York, donde se sentía en un paraíso de rostros y figuras femeninas. Las seguía y las fotografiaba sin mesura. Disfrutaba fantaseando con esas fotografías de desconocidas y abandonó toda su vida normal. El dinero comenzó a escasear y se vio forzado a robar para subsistir, con tan mala fortuna que fue detenido. Durante cinco años medró en Sing-Sing, donde su locura terminó por adueñarse de él. En 1951 salió a la calle, y se dispuso a continuar con sus obsesiones. Esta vez, iba a ir más allá. Se había convertido en un ser rencoroso y odioso. En Los Ángeles se dedicó a reparar televisores, el nuevo vicio de los norteamericanos. En sus ratos libres, se dedicaba a continuar con sus fotos. Convenció a una joven, a Judith Ann Dull, de que trabajaba para una importante revista de moda. Ella era una modelo en plena ascensión, y estaba convencida que en algún momento, debía ofrecer determinadas cosas para medrar en su carrera. En su casa, lugar donde quedaron en el verano de 1957, Harvey se las ingenió para realizar una sesión de fotos. Con esta excusa, la ató en la cama, para que posara de manera sexy. Una vez inmovilizada, dejó a un lado cámara, y la violó varias veces. Esta vez, iba a disfrutar de verdad. Al comprender lo que había hecho, al ver la cara aterrorizada de ja joven, se dio cuenta de que si le detenían, pasaría el resto de su vida en la carcel. A punta de pistola, esta vez real, la condujo hasta el desierto en su coche. Allí, en mitad de ningún sitio, la volvió a forzar. Y pese a sus lloros y súplicas, la estranguló. Luego, se arrodilló junto a ella y lloró, pidiéndole perdón. Nadie reclamó la ausencia de la joven, y Harvey se olvidó durante una temporada de volver a delinquir. Fue al cabo de unos meses, cuando reveló esos carretes, y al ver las fotos, se dio cuenta de que había conseguido su objetivo. Dominó y consumó una relación en la que él tenía el control, en la que no podía hacer nada para rechazarle y pese al tiempo transcurrido, no había sido descubierto. En 1958 volvió a intentarlo. Su víctima fue Shirley Ann Bridgeford, de 24 años. Fue engañada y llevada amenazada por el arma, al mismo lugar que su primera víctima. Allí la violó y la estranguló. En esta ocasión, no hubo arrepentimiento, y tras el acto, no dudó en buscar otra víctima. Ya sabía cual era su verdadera vocación. Su tercer asesinato fue el de Ruth Mercado, una prostituta, que corrió idéntica suerte. Para su cuarta víctima, buscó a una chica que quisiera ser modelo, así que puso anuncios en los periódicos. Así encontró a Lorraine Vigil. Ella quería ganar algún dinero extra, y se sorprendió al encontrarse con el revolver. Fue conducida al desierto, pero consiguió lanzarse sobre él y se inició una pelea, en la que se disparó la pistola, hiriendo a la joven en la pierna. Ella siguió defendiéndose hasta que, milagrosamente, llegó una patrulla de carretera y detuvo al psicokiller. Lo confesó todo, y en un juicio de sólo tres días, fue condenado a muerte. Inteligente y frío, aceptó la condena y fue ejecutado el 8 de agosto de 1959.